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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,La columna de Baylyhttps://goo.gl/jeHNR

No sé por qué hizo eso, al parecer no estaba contenta con mi rendimiento o con algo, recuerdo que me dijo que ese colegio era demasiado fácil, demasiado relajado, que no exigía lo suficiente. Yo no quería cambiar de colegio, mal que mal ya me había acostumbrado a ser uno más de esa clase, de ese patio de juegos. Pero mi madre, sabe Dios por qué, me cambió de colegio. Todo fue comenzar de nuevo, volver a ser el nuevo, adaptarme, encontrar la manera de sobrevivir. En ese otro colegio de profesores ingleses me dejaron varios años. Llegué hasta tercero de media. Terminé tercero de media. Pero al final de ese año, ya adolescente, noviembre y diciembre de 1979, comenzaron los problemas de conducta. No me portaba mal en el colegio, no era díscolo ni revoltoso, no me metía en líos con nadie, el problema era que no asistía a clases, me escapaba, me negaba a entrar al colegio, prefería irme a cualquier parte a matar el tiempo, por ejemplo a los entrenamientos del club de fútbol que entonces me apasionaba (y ahora no sé si era el juego lo que seguía o eran los jugadores los que despertaban mi atención, no lo tengo claro pero está viva la sospecha). Como faltaba inexplicablemente al colegio, se le dijo a mi madre que no podía continuar, que debía retirarme, que había sumado demasiadas inasistencias en un solo año. Mi madre sabía que yo era el fugitivo, que vivía escapando de mi padre y del colegio, que yo era el niño que quería vivir a solas en un hotel, lejos de todo, y por eso entendió y me sacó del colegio y me puso en otro colegio religioso. Fue la segunda vez que me cambiaron de colegio y con seguridad la peor, la más traumática. Mis recuerdos se quedaron en el colegio inglés, a esa promoción yo pertenecía, todavía recuerdo los nombres de los amigos y de los que no eran tan amigos y de los extranjeros y de los matones, nunca he asistido a una reunión de ex alumnos de ese colegio, me encantaría volver un domingo por la tarde y caminar por el césped en el que jugamos tantos partidos de fútbol en los recreos con los buenos amigos que ya no sé dónde viven ni sé siquiera si están vivos, viven con seguridad en mi memoria, donde todavía conspiramos alrededor de una pelota y urdimos pequeñas picardías adolescentes. Yo tendría que haber terminado el colegio en esa promoción pero eso no ocurrió, me sacaron, me retiré, no me botaron del colegio, simplemente dejé de ir al colegio y entonces mi madre fue informada de que debía retirarme, lo que no equivale, me parece, a una expulsión, pero es casi lo mismo, es una deserción, un abandono, tirar la toalla, rendirse, eso fue, me rendí, me aburrí, decidí ausentarme y mi ausencia se tornó definitiva. Unos años después entré a la universidad. En ella me encontré con algunos amigos de mi primer colegio y de mi segundo colegio y de mi tercer y último colegio, que era religioso y más normal, más de clase media, menos competitivo académicamente y con menos exigencias en la enseñanza del inglés. Yo no sabía qué cosa quería ser en la universidad, la cosa era pasar el curso, pasar el semestre, aprobar, sobrevivir, resistir, no dejar que te jalasen. Dada mi absoluta ineptitud para los números, me había hecho a la idea de que quería ser abogado. Hice unos amigos, fui parte de una promoción, entré tal año y tendría que haberme graduado tal año, pero, de nuevo, la carrera quedó trunca, inconclusa. Por razones de conducta, de mala conducta, perdí todo interés en asistir a clases y lógicamente a la hora de rendir los exámenes salía desaprobado en este curso y en el otro. No me interesaba ir a clases. Era aburrido y sobre todo era un esfuerzo, una fatiga, me exigía tomar un ómnibus y luego otro y concentrarme en unos asuntos que no entendía, sobre todo los matemáticos, que rebasaban por completo mi entendimiento y me humillaban. Distraído, perezoso, ausente, fui dando tumbos, arrastrando cursos reprobados, acumulando caídas y fracasos. Mi mediocridad académica era un hecho probado, no me interesaba aprender nada, lo único que yo quería era viajar, ganar dinero, salir en televisión, drogarme, volar, no perder el tiempo en una clase de la universidad con un profesor al que veía como un sujeto aburrido, menor, pusilánime, sin vida. Siempre había una buena excusa para no ir a clases: la absurda lejanía del campus, el caos del tráfico, los horarios crueles que obligaban a madrugar, los compromisos crecientes con el mundo de la televisión, los viajes, las tentaciones prohibidas, la promesa de un cuerpo en un hotel, la transmisión de un partido de fútbol en la televisión, siempre había una razón para no ir a clases y por eso me jalaban en los exámenes parciales y en las prácticas y en los finales hasta que, de tanto ausentarme, y en justa represalia a tanta desidia por mi parte, la universidad me notificó que me habían expulsado, fuera, botado, adiós, no mereces ser parte de nosotros, te quedas tirado en el camino. No pude entonces graduarme en mi promoción del colegio y tampoco en mi promoción de la universidad. Soy el que no termina, el que tira la toalla, el que se rinde. Soy el que comienza la maratón y luego corta camino y finalmente se sienta y enciende la radio para oír quiénes van adelante en la carrera y espera, fatigado, a que alguien venga a recogerlo. Soy el vago, el ocioso, el que no asiste a clases porque se ha quedado dormido. Soy el que siempre tiene sueño, el que necesita un par de horas más en la cama para estar a tono, a punto, esplendoroso. Y luego hice otra carrera en el mundo de la televisión, pero, como las otras, esa también ha sido accidentada y ha estado llena de tropiezos y caídas y no tengo una promoción ni sé cuándo me toca graduarme, pero ya siento que son muchos años haciendo más o menos lo mismo (dejándome maquillar, sonriendo esmeradamente, impostando la voz, metiendo mi cara en ese aparato) y que va siendo hora de graduarme, solo que ahora ya no es tan fácil tirar la toalla porque hay unos contratos, unas obligaciones legales, y al menos en teoría hay un público que espera verte tal día a tal hora, aunque eso del público parece cada vez más incierto o más disperso y lo único que prevalece es la obstinación por salir en la televisión como si esos minutos de obscena exhibición le dieran un sentido a mi vida o me permitieran engañarme con la idea de que esa carrera, al menos una carrera en mi vida, no la dejaré a medias, fallida, inconclusa. No seré yo quien deje de asistir una noche, serán ellos los que me digan que es mejor que me tome un descanso. Y entonces, cuando eso ocurra, creo que sentiré que me habré graduado de la televisión y me dejaré crecer la barba y simularé que he enmudecido y trataré de nadar y no ahogarme en un mar de palabras que no cesan. De momento, solo de momento, por este año y hasta fin de año, tengo que seguir corriendo, rezagado, jadeando, exhausto, pero corriendo, todavía corriendo.