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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,La columna de Jaime Baylyhttps://goo.gl/jeHNR

Un lector de periódicos y revistas (ya no van quedando muchos) podría advertir fácilmente que, a la hora de dejarse retratar, hay personas que ponen énfasis en la decoración que las rodea, o en la ropa que llevan puesta (que a veces van cambiando de foto en foto, tal vez para hacer alarde de las prendas que las adornan, cuando por lo general son prestadas o de canje), o en la biblioteca que exhiben como aparente prueba de su sabiduría, o en sus expresiones: hay personas que miran con aterradora seriedad a la cámara porque acaso suponen que sonreír es un ejercicio frívolo, una cosa de tontos; hay quienes sonríen con gesto bondadoso y aire beatífico que son generalmente falsos, impostados, hay que cuidarse de los que aparecen tan mansos en una foto, esos son los peores; no faltan los que, para hacerse los graciosos, sacan la lengua, abren los ojos con exageración, hacen muecas y morisquetas y maromas y bordean temerariamente el ridículo; están también, por supuesto, los que aparecen pensando, aunque estos son los que menos piensan y si están así, con el ceño fruncido y el gesto afligido, es porque quieren hacernos pensar que están pensando, pero generalmente no están pensando, solo posando.

Probablemente los más sabios son los que no se dejan fotografiar, los que esconden su rostro de la mirada ajena, depredadora, los que huyen del exhibicionismo y el afán de salir en los periódicos a cualquier precio. Los demás, los más tontos, tenemos que aprender a convivir con nuestras fotos, un ejercicio que a menudo resulta doloroso. Las fotos del pasado suelen ser como las amistades que se han perdido o las novias de tiempo atrás: uno no puede explicarlas, son tatuajes, heridas, cicatrices, el recuerdo sistemático de que si algo ha perdurado en nosotros es la idiotez campante y atrevida. Uno ve esas fotos antiguas, esos peinados tan raros y bochornosos, aquella ropa improbable, todas las caras de nuestro pasado indefendible y se queda triste, demudado, como si esas fotos pertenecieran a otra persona, a otras personas, a una gente que se llamó como nosotros pero que ahora nos resulta extraña, odiosa, irritante. Y aunque las fotos de nuestro pasado nos parezcan generalmente espantosas, seguimos dejándonos retratar, exhibimos nuestras fotos, las compartimos con los extraños, queremos verlas en los periódicos y en eso que algunos llaman pomposamente "las redes sociales", tal vez porque suponemos que las fotos de ahora serán mejores que las de antes, pero es solo cuestión de dejar pasar el tiempo para que todas nos parezcan igual de deplorables y nos remitan a la misma pregunta: ¿en qué estábamos pensando, por el amor de Dios?

Por lo visto, no estábamos pensando, por eso nos gusta que nos hagan tantas fotos: porque nos sentimos poderosos (si me hacen la foto a mí y no al otro es porque algo debo de haber hecho bien), importantes (no cualquiera sale en el periódico), inteligentes (qué bien se me ve así tan serio, casi molesto, preocupado por la crisis global, con todos esos libros detrás que no he leído pero que sugieren que poseo una inteligencia oceánica, enciclopédica) y sobre todo jóvenes, guapos, espléndidos, ajenos al paso del tiempo y sus viciosos estragos (a ver si mis compañeros de colegio pueden salir con este pelo y sin canas, seguro que cuando vean mis fotos se van a deprimir, los muy bobos). Lo que más daña la reputación en estos tiempos es verse gordo, desaliñado. Todos queremos salir regios. No importan tanto las ideas, incluso se diría que las ideas estorban en las fotos, lo que en ellas prevalecen son las sonrisas, los músculos, las tetas, los culos: eso es lo que define a una persona ganadora, de éxito, que tiene muchos seguidores, sin que los seguidores sepan bien, por cierto, qué están siguiendo. Como las fotos no capturan las ideas ni dan una noción aproximada de la inteligencia de los fotografiados, es fácil confundirse y que un tonto pase por listo o un listo, por tonto, según el modo arbitrario y caprichoso como se hicieron las fotos.

Ayuda mucho tener amigos y salir en la foto con ellos, lo que siempre resulta menos arduo que tener ideas. También ayuda cambiar de paisajes, es decir viajar todo el tiempo y hacerse fotos con ruinas, con pirámides, en cuevas, en playas desiertas, trepados en cocoteros, con monos o papagayos o con lugareños vestidos de un modo pintoresco. No se puede tener éxito si uno no exhibe muchas fotos que den fe de que ha paseado por medio mundo: no se viaja para aprender sino para dejar constancia, para mostrar la foto, para colgarla de una página en internet y hacer alarde de ella. El éxito está en tener amigos, en viajar todo el tiempo, en saltar de fiesta en fiesta (no queda mal parecer drogados), en sonreír como si fuéramos inmortales y estar cada vez más flacos, la gordura es señal de que estamos tristes, deprimidos, sin trabajo, de que no nos queremos lo suficiente y estamos mal de la cabeza.

También da prestigio salir con ropa de marca, muy cara, que no se consigue en el país de uno, ropa que no debemos repetir, lo que ya mostramos en la foto hay que regalarlo o esconderlo, el éxito consiste en tener más ropa de la que necesitamos o podemos usar, ropa que los demás no tienen, no pueden tener, que sufran, que nos envidien. Pero lo que más conviene cuando salimos en la foto es mostrar que vivimos en casas de lujo, en palacetes, en lugares luminosos e impolutos, sin gente fea, a ser posible con una mascota diminuta dando vueltas por ahí, desparramados en los distintos ambientes de nuestras insultantes mansiones (aunque no vivamos en ellas y nos las hayan prestado para la ocasión: lo importante en las fotos no es lo que de verdad somos sino lo que falsamente exhibimos, y que la gente sufra pensando que vivimos en medio de tanta opulencia y comodidad, se ve tan mal hacerse una foto en un ambiente pequeño, austero, nadie quiere parecer pobre en una foto, qué horror, qué va a pensar el vecino).

Tienen mérito, porque van a trasmano, a contracorriente, los que, a despecho de la ropa o las joyas o las casonas, se empecinan en hacerse fotos rodeados de libros, en librerías o bibliotecas que visitan solo para hacerse la foto, después ya no regresan. Son los intelectuales, esa gente que, como bien se sabe, raramente es inteligente, aunque presume de serlo. Como suelen ser gordos, feos, aburridos, casposos, con pelos que les salen de las narices y las orejas, y como además suelen estar equivocados pero esto no hay cómo probarlo en una foto, los intelectuales, menuda pandilla, se refugian en los libros, se escudan en las bibliotecas, se sienten pillados si los retratan en un lugar despoblado de aparente cultura. Pero la cultura es, claro, solo aparente: la que aparece en esos libros que ellos no suelen frecuentar. Los intelectuales salen mal en las fotos, nadie quiere ser amigo de ellos ni seguirlos a ningún lado, por eso se empeñan en publicar sus libros o colgar sus cuadros o hacer sus películas, porque quieren que los recordemos no por sus fotos, sino por sus obras de arte, y el arte resulta siendo algo así como la foto que uno se hace de sí mismo, muchas veces retocada para verse estupendo, muy inteligente. Tal vez no ignoran, o no del todo, que son apelmazados, densos, un plomo, predicadores incansables, personas obstinadas en demostrar que llevan la razón y nunca se equivocan, aunque en tal empeño aburran a medio mundo y fastidien al resto, y por eso posan en las fotos como si les pesara todo lo que saben, como si fuera un esfuerzo o una fatiga cargar tantos conocimientos, tan incomprendida sabiduría.

Viendo las fotos de nuestro pasado y las no menos oprobiosas de nuestro presente, parece un hecho indiscutible que las mejores fotos son las que no nos hacemos, las que logramos evitar. Nada es más conveniente que caminar por la sombra, darle la razón al otro y dejar que sea él quien salga en la foto. El que a la larga prevalece no es el que sale en la foto, sino el que la toma, y a ese, al que está detrás, no lo vemos.