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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,La columna Jaime Baylyhttps://goo.gl/jeHNR

De qué están enfermos los políticos, supongo que de vanidad, de contemplarse a sí mismos con pasión desmesurada, de escucharse embriagados, de mirar las noticias no para ver qué ha ocurrido sino cómo han salido ellos en las noticias. Los políticos persiguen enfermizamente eso que llamamos el poder, que no es otra cosa que la sensación pasajera de que uno es más importante que los demás, que uno está por encima de los demás, que uno es el que manda, el jefe de la tribu, el que toma las decisiones. Todo lo que es importante en la política gira alrededor del poder: los que no tienen poder sueñan con llegar a tenerlo, se desesperan por alcanzarlo, se sienten menos cuando no lo tienen, y los que han llegado al poder no se contentan con eso, quieren más poder, tienen miedo a perderlo, se desvelan por no perderlo, recurren con frecuencia a toda clase de trampas, ruindades y abyecciones para perpetuarse en el poder y extender su dominio sobre los otros, los que miran las noticias sin aparecer en ellas.

Eso es lo que distingue a los políticos de raza, a los que no conciben su vida fuera del mundo tóxico, enrarecido de la política: todos piensan que si llegan al poder, si ganan las elecciones, serán considerados exitosos, triunfadores, incluso ejemplares, pero si no llegan al poder, si pierden por un puñado de votos, si por mucho que lo intentan siguen perdiendo una y otra vez, caerá sobre ellos una sombra oprobiosa, la sospecha de que son perdedores, gente desgraciada, sin suerte, que tuvo un destino aciago, pobrecitos, nunca llegaron al poder con el que tanto habían soñado. De modo que el político que se respeta entiende, echándose el alma a la espalda, que el poder lo es todo, que llegar el poder justifica todos los esfuerzos, todos los embustes, todas las concesiones intelectuales y morales y estéticas, todo sea por aparecer en la portada del periódico al día siguiente y leer: yo gané, los demás perdieron, ya entré en la historia, ya soy alguien.

Pero el que gana, por supuesto, no es el mejor, no es la mejor persona, ni es tampoco el que tiene las mejores ideas o las mejores intenciones, qué va, ni es el que hará mejor el trabajo al que se ha postulado, qué ocurrencia, generalmente el que gana es quien mejor ha sabido venderse, quien ha sabido decirle a la gente lo que ella quería escuchar. Dado que el producto que el político vende no es un jabón o una pasta de dientes sino es él mismo, sus palabras y sonrisas, sus arengas y simulaciones, el mejor político es el que sabe adaptarse camaleónicamente, cínicamente, a lo que la mayoría necesita oír, quiere escuchar. No gana el más inteligente ni el más preparado ni el más virtuoso ni el más leído, gana el que seduce más eficazmente a la mayoría, el que interpreta con astucia lo que la mayoría quiere escuchar en ese momento, en esa determinada circunstancia. En el empeño por conquistar el poder (que antes era una operación en la que había que empuñar las armas y prevalecer de un modo bárbaro sobre el adversario y ahora es un concurso en el cual los aspirantes deben ganar la confianza de quienes desean representar), las ideas y los principios pueden resultar un estorbo si contravienen las expectativas de la mayoría, lo que resulta conveniente no es tener unas ideas irrenunciables, unos principios no negociables, una visión irreductible de uno mismo, todo eso es un lastre, un baldón, lo que facilita enormemente la victoria y el ascenso al poder es no tener ninguna idea irrenunciable, estar dispuesto a renunciar a cualquier idea perdedora, impopular, y abrazar a toda prisa y sin escrúpulos las ideas ganadoras, entendiéndose por ganadora no necesariamente una buena idea sino una que la mayoría aprueba, aplaude, ve con simpatía o entusiasmo. Como la mayoría suele cambiar de ideas y convicciones según soplen los vientos, el buen político, el que aspira a tener poder y no perderlo, es el que, dócil, maleable, muda de ideas y convicciones al mismo tiempo y en la misma dirección que la veleidosa, antojadiza mayoría, y no el que se aferra con terquedad a unas ideas que la mayoría reprueba.

Hay algo triste en los políticos, en la gente que solo habla de política, en los que no tienen otra vida fuera de la política, en los que buscan el sentido de la existencia en el ejercicio del poder, hay algo chato, mediocre, sin vuelo, en los que creen que la vida comienza y termina en la política y solo son admirables los que ocupan el poder. Cuando uno viaja, lee, observa y escucha con atención, cuando busca la belleza en el arte que es lo que perdura y no en el poder que es pasajero y accidental, el mundo de la política parece un gigantesco manicomio, una casa afantasmada, un lugar reservado a los orates, a los charlatanes, a los que se obstinan en ofrecernos la peor versión de sí mismos, todo el día intrigando, conspirando, rebajando al adversario, embaucando a los cándidos, todo el día envanecidos, ensimismados, mirándose en el espejo, escuchando el eco de sus propias voces. Pero la vida, por fortuna, es algo más que la política, mucho más que la política, y para advertirlo solo hace falta ignorar a los políticos, mirarlos como si fueran translúcidos, transparentes, tratando de ver lo que está detrás, la belleza tranquila que ellos nos ocultan con sus poses y sus gritos.