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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,La columna de Bayly

Mi afición erótica por los hombres, que con los años no ha menguado y procuro cultivar en el territorio de la imaginación, no se manifestó con precocidad. Para todo soy lento y despistado, y para reconocer las pulsiones del deseo, también.

Durante los años escolares, que transcurrieron en tres colegios, dos de ellos religiosos (lo que, como era de esperar, me hizo menos religioso), no fui informado por mi cuerpo de que los machos de mi especie podían provocarme unos deseos eróticos. No dudo de que esa sensibilidad, o esa debilidad, o esa apreciación de la belleza, ya latía en mí, solo que yo no estaba al tanto de ello y pensaba, desavisado, que solo me gustaban las mujeres. Hasta que, a la edad de quince años, estuve a solas con una mujer en un burdel arrabalero y no conseguí que mi cuerpo respondiera con una mínima erección de cortesía. Fue un fracaso catastrófico, en toda la línea. No me he recuperado todavía. Desvelado, humillado, deduje que mi cuerpo no deseaba penetrar los orificios íntimos de una mujer ni exponerse a fricciones y escarceos con una mujer, ninguna mujer. Aquella fue la primera vez que me lo planteé como una posibilidad teórica: a lo mejor soy puto. (No pensé en la palabra puto, pensé en la palabra maricón, pero ahora me hace gracia aquella y no esta).

Mis años de estudiante universitario me permitieron estudiar fijamente a un estudiante universitario. En efecto, estudié su cuerpo, a pesar de que ningún profesor me impuso dicha tarea. Aprendí a mirarlo, desearlo, tocarlo de un modo furtivo y culposo. Ningún asunto académico o bibliotecario me interesaba tanto como el cuerpo esquivo de ese compañero universitario. Y digo esquivo porque a él le gustaba que yo estudiase su cuerpo, le gustaba desnudarse ante mí, le gustaba ducharse conmigo y que yo pasara mi mano por donde él me indicaba con la mirada, y sin embargo no le gustaba que mi rendida apreciación por la belleza de su cuerpo se expresase con palabras, o con un beso, o de algún modo público que nos delatase ante los demás. Creo que fue el primer gran amor de mi vida. Todo lo que yo era se lo entregaba a él y él, para mi desgracia, no lo quería, lo rechazaba o menospreciaba. Creo que nunca he deseado a nadie de un modo tan obsesivo como deseé a ese muchacho de aire insolente y pendenciero. Como ocurre con los grandes amores, sigo enamorado de él, o del recuerdo de lo que él fue, solo que prefiero no verlo, sería muy doloroso y me llevaría, me temo, una decepción.

A la tardía edad de veinte años supe que el cuerpo de un hombre podía sacarme de quicio, volverme loco, enfermarme del mal de amores. Lo supe durmiendo a su lado, escudriñándolo, imaginando todas las inexploradas posibilidades eróticas que había en él, en él y en mí. Era una ficción, por supuesto, pero en ella me extravié y allí sigo perdido, pensando en lo que pudo ser y no fue, que es, sospecho, el origen de mi vocación como escritor: ya que las cosas no ocurrieron de esa manera que uno hubiera querido, habrá que escribirlas, reescribirlas, fabularlas de un modo conveniente; como ese cuerpo no fue mío, habrá que atraparlo con palabras insidiosas; como nada de eso ocurrió, habrá que contarlo persuasivamente como si hubiese ocurrido a no dudarlo. Es decir que un amor contrariado me situó en el callejón sin salida de ser, a un tiempo, escritor y puto en el armario. Para salir del armario escribí una novela, un puñado de novelas. Ahora no estoy confinado a la lóbrega estrechez del armario, más bien siento que vivo en una casa sin techo: cualquiera, si así lo deseara, podría mirar desde arriba y saber en qué miserias me hallo. Es mejor así, circula más aire, se respira libremente, no me quejo, yo hice volar el techo de mi casa para ver el cielo y las estrellas y la luna que me recuerda al amor que no fue.Si alguna duda tenía de que lo mío con los hombres era una pasión perdida y sin remedio, esa duda se evaporó de una buena vez cuando le entregué mi cuerpo invicto a un seductor profesional que hizo conmigo lo que quiso (y para mi fortuna lo que él quería coincidía bastante bien con lo que yo quería). Fue otro de mis grandes amores, uno de esos amores imposibles que no desmayan, que se obstinan en perdurar, aun a sabiendas de que en la vida real ya no conviene encontrarse con ese hombre porque me haría una mueca o me daría una trompada o, peor, fingiría que no me conoció. Pero vive en el territorio libre, libérrimo, de las fantasías y la imaginación y la memoria, esas nubes infinitas que son lo que uno recuerda.

A orillas de un río turbio, en los vastos confines del sur, conocí a un hombre con cara de niño del que me enamoré allí mismo, nada más enredar sus ojos con los míos y respirar el mismo aire viciado, vicioso, que nos separaba. A despecho de mi sólida formación religiosa y mis bien arraigados prejuicios de señorito, me permití ser puto, y tener un novio, y vivir con él, y viajar con él, y escribir de él, y dedicarle una de mis novelas, y no dedicarle una de mis novelas que al final le dediqué con toda justicia a una de mis hijas (los hijos superan siempre a las novelas, o eso con toda seguridad es cierto en mi caso, porque me han tocado unas hijas estupendas y soy un novelista menor).

Rememorando, puedo decir, sin faltar a la verdad, que he amado a tres hombres (el estudiante insolente, el seductor profesional, el canalla del sur), y que de esos tres solo me amó sin reservas ni simulaciones el último de ellos, y que, todo hay que contarlo, nadie se ha deslizado en mí de una manera más juiciosa que el segundo de esos amores imposibles. Los tres son ahora mis enemigos, es una pena, y sin embargo (la memoria es así, traicionera) elijo recordarlos sin animosidades ni rencores, con la mirada pasmada del que recorre un museo y contempla unas raras formas de vida que ya se extinguieron.