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Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

Jaime Bayly,La columna Jaime Baylyhttps://goo.gl/jeHNR

Desde entonces, han sido muchos viajes en avión, incontables (porque los pasaportes viejos y vencidos se han ido perdiendo), veinticinco años corriendo al aeropuerto, jalando una pequeña maleta con ruedas, durmiendo en vuelos cortos y largos, extendiendo el pasaporte rojo o el azul, saludando al oficial de migraciones, arrastrando mis zapatos, dándome prisa, buscando la puerta de embarque, la salida.

A fines de 2010, me rendí. Tantas horas subido en aviones me habían dejado enfermo, sin aire, todo el tiempo resfriado y con frío, adicto a cuanta pastilla pudiese tomar, inquieto y descontento por estar aquí y con impaciencia o ilusión por estar allá, el hombre que siempre quería estar donde no estaba.

Acompañado de Silvia, volé a Buenos Aires por última vez, me despedí de esa ciudad que tanto he querido y, tras un vuelo largo que juré que sería el vuelo final, llegué dormido, caminando dormido, balbuceando cosas sedadas en los aeropuertos, jalando la pequeña maleta con ruedas, a la isla de Key Biscayne, a este lugar que ahora llamo mi casa.

Me prometí entonces que no subiría a ningún avión más. Asociaba los aviones y en particular los aeropuertos con la muerte, con la enfermedad, con las pastillas para dormir que me han dejado tonto, amnésico, crecientemente cansado y con el hígado venido a menos. Quería estar tranquilo, por eso tiré la pequeña maleta con ruedas a la basura.

Durante quince meses consecutivos, cumplí la promesa. No entré al aeropuerto, no me subí a ningún avión, los beneficios en mi salud fueron inmediatos. Pasaba por la autopista y veía el aeropuerto y pensaba qué suerte tengo de estar tranquilo en mi auto y no subido en un avión, apretujado, congelado, hundido en el sueño artificial de las pastillas, mi rostro cubierto por una chalina verde que ya no sé dónde está, supongo que la arrojé también a la basura. Quince meses sin volar en avión: había batido mi récord desde 1985, cuando, con veinte años, comencé a volar todos los meses (aunque mi primer viaje en avión había sido en 1984, a Franfkurt, en un Lufthansa en el que terminé acariciando bajo las mantas a una joven que terminó siendo la hija del piloto).

Todas mis promesas han sido incumplidas y, por supuesto, la de no volar más en aviones, también. Hace unos días pasé por Madrid y Barcelona y todavía no me recupero de la paliza del viaje. Mi cuerpo ha llegado de regreso a la isla, pero mi espíritu o mi memoria o la borrosa identidad de lo que soy se encuentra todavía allá, en esas ciudades antiguas, en algún punto suspendido en el aire, a miles de pies sobre el océano. Si bien respiro acá y duermo acá, siento que sigo caminando al otro lado del mar: en ese laberinto tortuoso que es el aeropuerto de Barajas, en la plaza de Santa Ana, en el paseo de Gracia, en busca de una librería en la calle Serrano que ya no existe, en busca de otra librería en la calle Juan Bravo que ya tampoco existe. Tantos días incesantes, de una intensidad abrasadora, han minado mi salud y me han dejado, otra vez, adicto a las pastillas, buscando unas horas de sueño en las cápsulas azuladas que llevo en algún bolsillo, por las dudas.

Esto es algo que al parecer había olvidado y que el último viaje a España se ha ocupado de recordarme minuciosa y sañudamente: si deposito mi cuerpo en un avión y lo someto a las peripecias de un viaje, lo que queda de mí, de este hombre adiposo y estragado que soy, es una versión muy venida a menos de lo que era antes de viajar, lo que ya era bien poco, digamos ínfimo. Los vuelos en avión no me hacen una mejor persona, me convierten con seguridad en una peor persona y ponen en áspero entredicho mi condición de persona a secas. Así lo he comprobado en un aeropuerto, el de Barajas, un espanto, arrastrándome, pensando que era el final, y en todos los aviones que me recordaron que solo estamos de paso, que alguien ocupó ese asiento unas horas antes y alguien más lo ocupará unas horas después: pasamos los pasajeros y quedan los asientos, los aviones. Se dice que viajar educa. No parece ser mi caso. En lo que a mí respecta, viajar mata.

Apenas llevaba unos días en Madrid y, para mantenerme en pie y cumplir los insanos compromisos pactados, ya estaba de nuevo enganchado a todas las drogas felices, durmiendo apenas dos horas en esta cama y luego en la otra. No fue el vicio sino la desesperación lo que me llevó a las pastillas. Las conocí en Buenos Aires, en el invierno de 2004, y siguen aquí, en alguno de mis bolsillos, confortándome y auxiliándome como si fueran una religión incomprendida. En aquellos días fríos empecé a tomarlas para no enloquecer, para mitigar los efectos de un insomnio persistente, obstinado. Estos últimos días de primavera en Madrid y Barcelona comencé con media pastilla y terminé en no sé cuántas, todas las que hicieran falta para dormir y olvidar un momento que soy el que todavía soy.

De regreso en esta isla a la que felizmente y por el momento llamo mi casa, me he visto obligado, por respeto a las personas que todavía me necesitan, a dejar, sin más rodeos, y con una fuerza que quizás se parece al coraje, los hipnóticos, los ansiolíticos y los antidepresivos. Los resultados han sido devastadores para mi salud, mi ánimo ha quedado muy menoscabado. Desde joven he necesitado algún narcótico para evadir la realidad y descansar de lo que soy y sobrevolar el paisaje inhóspito que me rodea, y cuando interrumpo esas dosis de ficción y ensimismamiento (que para algunos es Dios y que en mi caso son el Ambien, el Dormonid y el Clonazepán), sobrevienen la náusea, el caos, el desamparo, la brutalidad de unos días y unas noches que no tienen compasión y me reducen a escombros, al envenenado que ya se quiere morir.

Aquí estoy, sin embargo, todavía vivo, abatido por los recientes vuelos en avión, el estómago ardiendo por todas las drogas felices que he suprimido de golpe al volver a casa, renovando en este viejo sillón de lectura (pasan las vidas y los amores, quedan los sillones) la promesa de quedarme tranquilo y no regresar pronto al aeropuerto. Sé, no me engaño, que mi pequeña marca gloriosa de quince meses sin volar no será igualada ni superada en lo que me quede por vivir; sé también que en pocas semanas me encontraré de nuevo, sospecho que dopado, en un avión que se desplaza a ochocientos kilómetros por hora con rumbo a una ciudad en la que presumiblemente hallaré, de un modo fugaz y no por eso menos cierto, la felicidad, esa ciudad a la que no hemos llegado y debemos llegar para sentir que estamos cumpliendo, solo por unos días, nuestro destino errante, el del viajero inquieto, el del hombre exhausto que jala su pequeña maleta con ruedas y, envanecido, se resiste a morir.

Siguiente destino, Nueva York, qué pereza, qué ilusión. Si me ven caído en un aeropuerto, por favor cúbranme con un periódico, gracias.