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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly, La columna de Jaime Baylyhttps://goo.gl/jeHNR

Es lo que he visto en las casas vecinas de esta isla y en las casas de más allá, casas de las que surgían ecos vocingleros y el estruendo de una música festiva, y también en la televisión, en los canales en inglés y en español, imágenes de una multitud reunida en Time Square, en el corazón de Manhattan, todos gritando con una euforia inexplicable, como si fuese una competencia para ver quién grita de un modo más estentóreo o simiesco. ¿Por qué están tan contentos, tan ruidosamente contentos? No lo sabemos, es un misterio, cada individuo es un océano turbio, un mar sin fondo. Borges decía que no hay un solo hombre que no sea un descubridor, primero descubre los sabores, lo dulce, lo amargo, enseguida las texturas, lo liso, lo áspero, después los rostros, los siete colores del arco, las veintitantas letras del abecedario, luego los mapas, los animales, y concluye por la duda o por la fe y por la certidumbre casi total de su propia ignorancia. ¿Por qué tanta gente se abandona a la euforia bulliciosa el último día de la año? ¿Qué es lo que celebran? ¿Qué los pone tan dichosos? ¿Por qué se emborrachan? Acaso celebran que están vivos, que no se han muerto, esa parece una buena razón para alegrarse, no sé si para bailar o para encender pirotecnia, de todos modos nos vamos a morir por mucho que chillemos como energúmenos, quizá la gente supone que alegrándose tan fragorosamente alejará la muerte o preñará de buena fortuna el año que está por comenzar. En todo caso, los eufóricos y los bailantes no parecen tener dudas, parecen tener fe, parecen tener fe en que, como no se han muerto el año que termina, tampoco se van a morir el año que comienza, parecen tener fe en que la bulla y el estrépito espantan la propia muerte. Es, me parece, una fe deplorable, una fe oportunista, porque llegado el momento inescapable de la muerte, nadie, que yo sepa, pide música de fiesta y se pone a bailar y a gritar memeces y sopla cornetas chillonas y se pone sombreros coloridos y arroja papel picado sobre el cura que intenta aplicarle la extremaunción. El último día del año tal vez debería recordarnos que sí, es verdad, no nos hemos muerto, no todavía, y por consiguiente estamos más cerca de nuestra muerte, y tal certeza podría inducirnos de un modo discreto a ser menos pueriles, a vivir los días que nos quedan de un modo menos atropellado y vulgar, honrando esto que de momento tenemos y que después será polvo: nuestro cuerpo, nuestra mente, nuestros recuerdos. Pero no: elegimos intoxicarnos, dejar de pensar, volver a ser los monos agresivos que fuimos. Un individuo alcoholizado, aturdido, que grita, que baila, que define su identidad haciendo ruido, parecería la prueba viviente, inequívoca de que nuestros antepasados fueron los chimpancés bonobos y que no necesariamente los hemos mejorado.

El primer día del año lo que se lleva es ser optimista, salir a correr, montar en bicicleta, llenarse de planes bienaventurados, sentir que ahora sí, por fin, vamos a vivir la vida que de veras queríamos vivir, y entonces todo nos va a salir bien, nuestros planes van a cumplirse, lo mejor está por venir. Sin embargo, bien se sabe (lo sabemos porque así han sido todos los años que recordamos) que ese optimismo dura dos o tres días y luego se extingue, se desvanece, se hace humo, y todo vuelve a ser como era, y ya no somos tan optimistas ni salimos a correr ni a montar en bicicleta, y vemos con resignación que nuestros planes no se cumplen, parecen haber sido trazados no para cumplirse sino para incumplirse, así ha sido siempre, nadie mejora con el tiempo, todos nos volvemos peores, más majaderos, más quisquillosos, más mediocres si cabe. No es culpa de nadie, nadie debiera sentirse mal, es el destino humano, es la suerte que nos espera, un viaje paulatino y quejumbroso al más trivial de los actos humanos, que es morirse. ¿Por qué entonces nos desean un feliz año si los años no son felices, no pueden ser felices, son predominantemente infelices? ¿Por qué nos imponemos la inhumana obligación de que este año sea feliz, cuando a estas alturas ya deberíamos saber que ningún año puede ser encapsulado o cifrado en esa palabra vana, la felicidad? Por lo visto no aprendemos, no queremos aprender, cierto instinto simiesco o cierto mandato genético nos predispone al error de pensar que debemos aspirar a ser felices. Tal cosa no es posible, a duras penas es posible seguir vivos y nadie puede estar seguro de que en un año seguirá estándolo y por eso convendría detenerse, callarse, pensar un poco, aislarse de la turbamulta y recordar que estar vivos hoy y quizás mañana es un pequeño, discreto milagro y que los milagros habría que contemplarlos con asombro y un cierto sentido de la gratitud, procurando no afearlos o acanallarlos con nuestra natural tendencia a la vulgaridad y nuestro impulso bravucón por volver a ser los monos que fuimos, que todavía somos.