notitle
notitle

Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

Jaime Bayly, La columna de Jaime Baylyhttps://goo.gl/jeHNR

Por supuesto, es un ejercicio inútil, ya no podemos cambiar las cosas que han ocurrido, en el mejor de los casos solo podemos aprender de ellas, y sin embargo, sabiendo que perdemos el tiempo, nos entregamos a esa tarea perniciosa, de examen interior, de ajuste de cuentas con uno mismo.

Aun si hemos hecho muchas cosas buenas en el año que termina, es probable que recordemos más vivamente los errores que hemos cometido, los tropiezos en que hemos incurrido, las cosas malas que nos han pasado. La memoria es distraída para la felicidad, la pasa por alto, la olvida fácilmente, asume que es eso lo que nos merecemos, estar bien, gozar de buena salud, que todo nos salga como lo habíamos planeado. La memoria no es buena para registrar los aciertos que nos debemos y alojar en ella los muy esporádicos momentos de alegría que nos invaden. La memoria es rencorosa, malagradecida. La memoria, hablo por mí, no sé de la memoria de los otros, es una alcantarilla, un pozo séptico, una caja negra, un mar enfermo, oscuro, viscoso. Cuando intento recordar las cosas que me han pasado este año, mi memoria me devuelve los ecos afantasmados de una casa de terror, el inventario de un fracaso en toda la línea: rencillas familiares, casas vacías, silencios que duelen, entredichos públicos con viejos amigos que no lo serán más, libros plagados de erratas, batallas perdidas, palabras inflamadas y no por inflamadas menos envanecidas e inútiles, amantes que se vuelven enemigos, tantos oprobios, tantos escándalos, tantas riñas, tanta furia desparramada. Es eso lo que veo, lo que escucho, lo que ha quedado en mi memoria: lo malo, todo lo malo.

Uno se pregunta entonces si todo lo malo que pasó tenía que haber pasado, estaba en el destino que pasara, que nos pasara, y además de ese modo sañudo, al parecer injusto, o si pasó por culpa nuestra, porque fuimos torpes, imprudentes, viciosos, porque propiciamos esa suerte aciaga. No lo sabemos, nunca lo sabremos con certeza. Solo sabemos que ocurrió y que lo que ahora somos es lo que quedó tirado en la carretera después del accidente, como quedan los cuerpos malheridos, los perros machucados, como quedan las ruinas o los escombros luego de la catástrofe. Tal vez porque no conocemos otra manera de tratarnos, porque nos hemos acostumbrado a tratarnos con severidad –un rigor al que nos familiarizaron nuestros mayores, y ya luego se nos hizo costumbre mantener el listón alto y menoscabar lo que somos, siempre algo chato y defectuoso por comparación con lo que deberíamos haber sido–, creemos que lo malo que nos pasó tenía que pasarnos, estaba en nuestro destino, era inevitable, era incluso deseable, nos lo merecíamos. Y no solo nos lo merecíamos: todo lo malo nos pasó porque fuimos tontos, podría no habernos pasado, pudimos habérnoslo ahorrado. En efecto, pensamos ahora enfangados en ese vicio complaciente que es la melancolía, pudimos quedarnos callados, pudimos no meternos en tal o cual polémica de arrabal, debimos quedarnos quietos, zafar el cuerpo, hacernos los distraídos, fingir neutralidad o indiferencia, guarecernos en la sombra. Tal pudo haber sido el pasado. No es, sin embargo, lo que ocurrió, lo que hicimos. Y nada de lo que hagamos ahora, ni siquiera lamentarnos y arrepentirnos y pensar que tendríamos que haber sido más listos, cambiará lo que ya pasó.

No queda entonces otro camino que escapar del pasado, no mirar atrás, olvidarlo todo y echar a correr con curiosidad pueril para descubrir lo bueno, si acaso, que nos esconde el futuro. El futuro siempre será mejor que el pasado, no porque de veras acabará siendo mejor (con seguridad acabará siendo peor, acabará en la muerte, que es siempre un final triste, irritante), sino porque uno puede imaginar el futuro, no así el pasado, el pasado nos impone ciertos recuerdos inconvenientes, revulsivos, es una sombra achacosa que nos persigue. Del mismo modo que uno escribe cada línea basándose en el carácter al parecer inexorable de las líneas anteriores y aceptando que lo que se ha escrito bien escrito está y de ello deberá desprenderse lo que se escriba a continuación, el oficio de estar vivos nos obliga a seguir viviendo basándonos en lo que ya hemos vivido, construyendo afanosamente a partir de esos precarios cimientos o de ese pantano, procurando que lo que venga sea mejor que lo que ya pasó. Uno nunca parece estar contento con lo que le ha tocado en suerte, uno está enojado con el modo en que la realidad se obstina en imponérsenos, uno tiende a pensar que se merece un futuro mejor, más felicidades o riquezas, el reconocimiento general, unánime, de que uno es inteligente o por lo menos divertido.

Tal vez por eso, como año tras año vamos descubriendo que nuestra existencia parece condenada a una densa mediocridad, nos aferramos a las pocas cosas que sabemos hacer, o que ni siquiera sabemos hacer bien, pero que hacemos con placer, unas cosas, unos hábitos, unas rutinas, que nos permiten escapar de las miserias y las grisuras de la vida misma y que nos permiten ganar imaginariamente las batallas que en la realidad hemos perdido. No podemos ya cambiar los libros que hemos publicado, no quisiéramos leerlos porque nos espantan o desconciertan, pero no por eso vamos a desmayar del afiebrado empeño de escribir cada día como si fuera el último, pues el futuro solo parece posible si uno se aferra al hábito de volcar en palabras todas las historias que se ocultan como tesoros en ese archipiélago a conquistar que son las islas vírgenes del porvenir.

No es cierto que lo mejor está por venir, eso quedará en evidencia cuando nos digan que padecemos una enfermedad mortal, que ha muerto esa persona a la que tanto queríamos. Ahora, de momento, estamos bien, claro que podríamos estar mejor, pero también podríamos estar peor, lo cierto es que estamos vivos, no estamos gravemente enfermos o no lo sabemos, podemos perseverar en la empecinada repetición de unos hábitos que nos definen, que moldean quienes somos, y sin embargo nos quejamos y pensamos que el año que termina no fue suficientemente bueno y que el que viene será mejor, debería ser mejor, es lo que nos merecemos. Pues más vale pensar que no necesariamente será mejor y que puede ser el último en nuestra extraviada andadura y por eso hay que vivirlo sin perder el tiempo mirando atrás y lamentándonos, tan bobos, tan llorones, por lo que pasó y no debió haber pasado.