notitle
notitle

Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

Jaime Bayly,La columna Jaime Baylyhttps://goo.gl/jeHNR

La muerte de los familiares, los amigos y los conocidos no deja de sorprendernos y parecernos cruel, aunque cuando se mueren los familiares y los amigos de los demás, esas personas que no conocemos y cuyas defunciones leemos en el periódico, nos parece lo normal, lo previsible, lo que tiene que ocurrir para que el mundo siga siendo el lugar que conocemos y del que nos sentimos una parte sustancial, indesligable.

Desde pequeños sabemos que vamos a morir, nos lo han dicho nuestros mayores, pero tal cosa nos parece inhumana, impensable, completamente inverosímil e improbable, hay tantas personas en el mundo que podrían morirse ya mismo que sería mucha mala suerte que nos tocase a nosotros, más vale pensar que no moriré hoy, mañana ni pasado, no moriré este año ni el próximo, moriré si acaso cuando sea muy viejo, tan viejo que ya no recuerde nada.

Vivir, sobrevivir, aferrarnos a nuestra curiosa condición de seres vivos es un asunto arduo, trabajoso, algo que terminará costándonos la vida, y por eso es casi un instinto asociar el disfrute de la vida con el olvido de la muerte, de modo que los instantes de más completa felicidad suelen ser aquellos en los que vivimos intensa y despreocupadamente, instalados en el presente, sin pensar en el futuro, en lo malo que está por venir.

Por un lado podría pensarse que si queremos gozar de nuestra precaria existencia deberíamos olvidar que la muerte nos espera, indolente. Mucho pensar en que vamos a morir parecería un ejercicio inútil que en nada cambiará el desenlace final y acaso nos hundirá en el abatimiento y el desánimo. Se diría que las personas más contentas, o las que uno observa risueñas, son aquellas que actúan como si no fueran a morirse, como si ese momento de felicidad que parecen estar viviendo, y que con seguridad les envidiamos, quisieran prolongarlo para siempre.

Por otro lado podría alegarse que si queremos hacer con nuestras vidas las cosas que de veras nos parecen importantes, deberíamos recordar que podemos morir en cualquier momento y por consiguiente es urgente hacer ahora mismo lo que sentimos que estamos llamados a hacer, lo que intuimos que nos dará un cierto bienestar o un cierto orgullo, lo que creemos que corresponde naturalmente a nuestras vidas, aquello que, nos parece, no deberíamos dejar de vivir. No pensar en que vamos a morir, decirnos que viviremos muchos años más y que ya habrá tiempo para acometer más adelante lo que ahora postergamos por desidia, pereza o mera cobardía, o por el comprensible afán de no agitar las aguas y meternos en líos, podría parecer una manera errónea de administrar el tiempo (siempre insuficiente) que nos ha sido dado, un modo frívolo de pasar por el mundo, dejando para el año que viene lo que quisiéramos hacer ahora, este mismo año. Se diría que las personas más juiciosas, o las que uno considera sabias, son aquellas que actúan como si fueran a morirse mañana, como si el futuro fuese una ficción, capturando el momento y dotándolo, con espíritu aventurero, de la mayor intensidad posible.

¿Debemos tomar una decisión compleja, que entraña riesgos no menores, que nos da miedo y al mismo tiempo nos seduce, pensando en que llegaremos a viejos, que sobrepasaremos la expectativa de vida promedio, que no nos emboscará la muerte antes de los ochenta años? ¿O conviene tomar las decisiones capitales de nuestra existencia suponiendo que a fin de año quizá estaremos muertos y que este año bien podría ser el último y que, si queremos vivir a plenitud y sin dilapidar tontamente el tiempo, debemos hacer ahora mismo lo que todavía podemos hacer y no dejarlo para después?

A riesgo de ser arbitrario, podría decir que las decisiones más duras que he debido enfrentar han estado relacionadas con mis hijas y el oficio de escritor: ¿es ahora el momento oportuno para ser padre?, ¿es responsable alentar una vida nueva cuando sé que todo termina mal y muy probablemente seré un mal padre?, ¿debo dejar la seguridad de unos trabajos bien remunerados para escribir por fin esa novela que vengo aplazando hace años?, y ahora que esa novela ya está escrita, ¿debo publicarla contra viento y marea y dinamitar lo poco que todavía queda en pie a mi alrededor, aferrándome a la oscura noción de que debo ser todo lo desdichado que haga falta a condición de cumplir mi destino de escritor? ¿Qué debería hacer si me dijesen que es seguro que estaré vivo cuando cumpla ochenta años? ¿Qué haría de un modo distinto si me asegurasen que inexorablemente estaré muerto el próximo año? ¿Conviene decidir tal o cual cosa pensando como si la muerte fuese un evento lejano o como si fuera un hecho inminente?

Cuando abandoné la universidad, no estaba pensando en el futuro, en hacer unos sacrificios más o menos meritorios para obtener con suerte una recompensa más adelante, solo quería que mis días fuesen más divertidos, menos aburridos. Cuando dejé mi trabajo y me mudé a una ciudad lejana y me senté a escribir mi primera novela, el futuro no existía, no me importaba, solo existía el presente, ahora, hoy, esta hora en que debo escribir perentoriamente, este libro que terminaré de escribir llueve o truene, a cualquier precio, aunque luego enloquezca, hable solo y sea un apestado, alguien repudiado por los que antes me estimaban. Cuando, aterrado, pensé que debía publicar la novela que había escrito, no hacía sino repetirme obsesiva y encarnizadamente: si este es el último año de tu vida, ¿la publicarías o no?

Una de mis peores vergüenzas es recordar el celo deplorable con el que me opuse a que mi hija mayor naciera, y así lo he contado en una novela, El huracán lleva tu nombre. Esa deleznable postura, la de oponerme a una vida que luego habría de parecerme bella y admirable, probablemente estuvo fundada en el miedo al futuro, en el cálculo mezquino de que mi vida sería menos complicada si me exoneraba de la responsabilidad de ser padre. Aquella vez saboteé el presente por cuidarme del futuro. Ahora me pregunto si he usado apropiadamente el tiempo que me ha sido concedido y me digo que todo lo que he perpetrado ha sido insignificante, minúsculo, prescindible, a no ser por mis tres hijas, lo único de veras valioso que se ha originado en mí, y las tres, qué curioso, fueron concebidas precisamente cuando no estaba cuidándome del futuro sino procurando disfrutar irresponsablemente de esos momentos fugaces y sin embargo eternos.