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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,La columna de Jaime Baylyhttps://goo.gl/jeHNR

Era una idea tentadora, claro está, pero no por las buenas razones (servir a los demás, contribuir a que algunas vidas sean menos desgraciadas) sino por las malas (complacer las apetencias de la vanidad, buscar el aplauso fácil, sentirme importante, poderoso, superior). No me encuentro diseñado para servir a nadie, ni siquiera a mis hijas, pues ya servirme a mí mismo resulta extenuante y penoso, todo me fatiga y abruma, no soy bueno para tomar decisiones, prefiero que el tiempo las tome por mí y luego culpar a otros de mis fracasos y sinsabores. Tal vez por eso escribo, porque la literatura, o una de las ramas menores de la literatura, que es la que cultivo o de la que cuelgo empecinadamente, me permite impugnar la vida, desafiar el tiempo, reescribir las cosas, ser yo mismo quien de momento arroja los caprichosos dados del azar.

Hace veinte años estaba ya poseído por esa manera elegante e indiscreta de ejercitar la vanidad, que es la de escribir ficciones. Nada que no fuera escribir novelas me parecía importante, de veras admirable. Y es así como he aprendido a sobrevivir desde entonces: escribiendo, iluminando las sombras del pasado con el brillo malicioso de las palabras, inventándome todas las vidas que el destino viciosamente me escamoteó. Nada, en mi opinión, justifica dejar de escribir, ni siquiera el propósito en apariencia altruista (pero a la larga extraviado, porque ninguna empresa fundada en la infelicidad personal podría razonablemente acabar bien, lo que mal comienza mal acaba) de renunciar al placer, o al servicio leal a la propia vocación, para procurar un dudoso placer a los otros, a los demás, a esos individuos que uno ni siquiera conoce ni, en el fondo, desea conocer.

El escritor que de veras es escritor no sabe vivir sin escribir, no puede vivir sin escribir, sigue escribiendo aunque no tenga la necesidad económica de hacerlo, lo hace porque siente que tal es su destino y que burlar o traicionar ese destino equivale a la parálisis, al oprobio, a la muerte lenta, segura. Si eso está más o menos claro para mí, que el escritor que deja de escribir se enferma de tristeza y se muere un poco y se enreda en unas hostilidades peligrosas consigo mismo, también lo está que no se puede ser seriamente un escritor y un político. El buen político es el que no concibe su vida fuera de la arena política, el que calcula todos sus movimientos según sus fríos intereses políticos, el que busca con obstinación la gloria política, que no es otra cosa que la aprobación sostenida de la mayoría, la simpatía y el aplauso y la admiración de quienes sumados hacen mayoría. El escritor, a diferencia del político, es un individuo que trabaja solo, que no está dispuesto a negociar sus decisiones creativas, que sigue a tientas el camino que le dictan su corazonada estética y su propia voz atormentada sin pensar en obtener la aprobación de la mayoría, pues eso mismo, buscar el aplauso de los demás, suele turbar y devaluar el aliento artístico, envenenar la pureza de una obra literaria. El buen político tiene que serlo a tiempo completo, apasionado por la política, enfermo de poder, y por eso sufre cuando no tiene poder y a menudo negocia de manera angurrienta con la verdad para obtenerlo. El escritor, esa mente inquieta que aspira a rehacer minuciosamente el tiempo y la vida misma con una lluvia intranquila y copiosa de palabras, tiene que ser escritor a tiempo completo, sin reservas, sin temores, obstinado, suicida, enfermo de literatura, dispuesto a dejar la vida en ese emprendimiento quijotesco, y por eso sufre cuando algo lo aparta o desvía de sus emprendimientos creativos, unos afanes que, por otra parte, no suele estar dispuesto a negociar con nadie, ni siquiera con las personas a las que más quiere, pues su visión artística es arbitraria y visceral y no parece negociable con nadie, o solo con todas las voces contradictorias que habitan en su mente.

Cómo pude ser tan estúpido para suponer que podía sobrevivir un año, o dos, o cinco, dejando de escribir y entregándome tontamente a las intrigas y las vanidades menores de la política, cómo no advertí con la claridad con la que advierto ahora que un año, o dos, o cinco, dedicados puramente a la política serían, en mi caso, tiempos innobles, contrariados, roídos por la amargura y la desdicha, cómo no me di cuenta cuando jugaba con la idea boba de ser candidato presidencial de que serlo me obligaba a dejar de ser un escritor y que dejar de ser un escritor me condenaba seguramente a la infelicidad y me instalaba en un laberinto sin salida. Y no es que ser un escritor, o intentar serlo, me convierta en una persona tranquila y contenta, por supuesto que no, pero el vicio de escribir es una cosa redentora, que me calma un poco, pone un orden aparente en la locura que hay en mi cabeza y me devuelve las fuerzas perdidas. No exagero si digo que cuando no escribo, soy un fantasma, una sombra, la peor versión de mí mismo, y cuando consigo escribir (aun a expensas de mi reputación y mi menguada economía y mis mejores y más honorables intereses) siento que me invade un afecto discreto por mi destino y una paz efímera que solo habrá de perdurar si vuelvo a escribir al día siguiente, sin hacer excepciones los domingos o los días festivos. Que no parezca, sin embargo, que soy un hombre laborioso o en modo alguno pujante: si bien no imagino para mí otra suerte que la del escritor, no es menos cierto que soy vocacionalmente un haragán, un perezoso, un mediocre adocenado, y por eso organizo mi vida alrededor de una idea que me parece capital, la noción del lujo más exquisito, y es que dormiré a la hora que me dé la gana y despertaré a la hora en la que buena o malamente mi cuerpo quiera despertar, y esa hora, la de recordar que sigo siendo yo, que continúo respirando, que ya debo ir pensando en lo que habré de escribir, suele ser, cuando despierto temprano, las dos de la tarde, nunca antes. No hay político capaz de ganar unas elecciones ni presidente mínimamente competente que comience el día a las dos de la tarde, y yo no estoy dispuesto a levantarme a las seis de la mañana para ganarme el cariño de los más pobres o para hacer feliz a mi madre, ni estoy dispuesto a dejar de escribir este año y el próximo para que algunos me digan en tono untuoso señor presidente y luego esos mismos me traicionen y quieran meterme en la cárcel. Que otros aspiren al poder, yo aspiro al discreto comercio con las palabras y a la gloria tranquila que se aloja en ciertos libros.