notitle
notitle

Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

Beto Ortiz,Pandemoniobortiz@peru21.com

Ahora que todos mis viejos amigos tienen cónyuges, críos, créditos, aefepés y apafas, tomo siempre la sensata precaución de tener un plan perfectamente diseñado para huir de mi propio cumpleaños. Protagonizar unos de esos célebres actos de desaparición que malhumoran a los broadcasters, tronar los dedos y borrarme como el mago Houdini o la bruja Endora, más bien. Le cuento mi plan a una amiga esperando que me llame al orden y me disuada pero me dice anda vete, huevón, te lo mereces, has generado en 3 meses más titulares de lo que otros noticieros logran en 3 años. Me lo merezco, le digo, y si nadie me lo regala, me lo regalo yo. Se ríe y me pregunta: ¿de cuándo a cuándo te irías, papacito? Y, en cuestión de minutos, como por arte de magia o brujería, hay un boleto electrónico esperándome en mi bandeja de entrada. Asunto: ¡Feliz cumpleaños, maricón gordo! Carajo. Qué bonito. Estas cosas no le pasan a todo el mundo–pienso y sonrío al constatar mi inmensa suerte de tener salud, dinero y… un boleto de avión para este viernes.

Le mando un correo a Beto contándole algunas buenas noticias sobre mi nuevo libro y le pregunto, a modo de formalidad, que cuándo se da una vuelta por Buenos Aires. Al toque me contesta, me felicita por la buena nueva y me dice que le gustaría pasar su cumple aquí conmigo. Le ofrezco alojarse en mi depa, pensando que no aceptará. Me dice que sí, que no es una estrella sino una estrecha y que ha pasado largas temporadas durmiendo en sofás. Me pongo nervioso: nunca nadie más que yo duerme en mi pequeñísima morada y Beto, para mí, es una estrella y no una estrecha. Salgo a trabajar y el ex enemigo de mi ex novio se queda solo en casa. Mi intimidad parece expuesta: mis cajones, mi nevera, mi clóset y mis muebles de baño y cocina están ahí para él. Pienso si revisará todo, o si le dará igual. Ocho años al lado de un paranoico me han dejado así, paranoico.

Bajo del taxi que me ha traído del aeropuerto de Ezeiza y toco el intercomunicador de un moderno edificio que tiene el aire sofisticado que imaginaba. Es muy temprano y Luisito baja a recibirme con una inmensa sonrisa y unos shorts a cuadros que podrían ser boxers o pijamas. Nos damos un abrazo diplomático, discreto que, sin embargo, me contagia su alegría. De todas las personas que conozco en el planeta, ¿por qué he elegido venir a pasar mi santo con Corbacho? No lo tengo del todo claro. Quizás porque no tengo más familia que un papá que me confunde con su hermano. O porque sospecho que una pena gigante se avecina. O por lo mucho que nos parecemos en lo ermitaños y desenamorados. Esa es la palabra. Somos una pareja de desenamorados. Mientras subimos, miro su imagen y la mía multiplicadas en los espejos de las paredes y el techo del ascensor. Él ha de medir veinte centímetros más que yo y pesar unos 30 kilos menos y contemplándonos uno frente al otro, de repente, me imagino dentro de uno de esos salones de espejos de las ferias y pienso que yo –perfectamente-–puedo ser su reflejo exagerado o viceversa.

Vamos a una discoteca en Palermo. Beto me dice que ya no va a discotecas, que le resultan aburridas. Unos tragos más tarde baila de manera desenfrenada en el centro de la pista. Nunca lo había visto tan libre, relajado, feliz. Verlo contento me pone contento. Siento que lo quiero. Me sorprenden el orden y la pulcritud de Beto. Cuando sale de la ducha deja el baño impecable, como si estuviéramos en un hotel y acabaran de hacer la habitación. Su ropa y sus cosas permanecen siempre en la maleta. No deja nada botado, fuera de lugar. Le pregunto si es un obsesivo de la limpieza y me dice que no, que su casa es un desorden total. Luego, me explica que durante sus años de exilio y austeridad en Miami vivía de prestado, como intruso en los sofás de amigos o conocidos que lo dejaban alojarse siempre y cuando no molestara. Por eso Beto no molesta y pasa desapercibido, como si fuera un angelito.

Más que un perfecto anfitrión, Luis es el chico más educado y amoroso que he conocido. Con la excepción de mi madre, nunca nadie se había preocupado tantísimo por mi completo bienestar: ¿Necesitas más almohadas? ¿Está bien el aire acondicionado o te lo bajo un poco? ¿Quieres que pidamos una pizza o prefieres empanadas? ¿Coca-Cola normal o zero? ¿Te gusta ese jabón o necesitas algún otro? Quédate tranquilo, Luis, por Dios que no necesito absolutamente nada. Nada salvo salir a caminar un rato por el barrio de San Telmo que, de hecho, hierve de turistas como todos los domingos. ¡Vamos!–me dice, entusiasmado. Lo que no me dice es que las oficinas de la revista que él edita quedan allí, en San Telmo por lo que mi plan debe resultarle tan excitante como lo sería para mí un tour por la fulgurante Jesús María. Almorzamos una obvia parrilla y nos regodeamos admirando esos otros lomitos que también abundan. Fantaseamos en voz alta y nos recagamos de la risa. Por la noche dejamos grabando El Óscar y nos vamos al teatro a ver "Lluvia Constante" con Rodrigo De La Serna, el potro aquel que hizo de amigo del Ché en los "Diarios de Motocicleta". El escaso espacio entre las butacas obliga a Luisito a encoger las piernas hasta adoptar una perfecta posición fetal y quedarse profundamente dormido. Los aplausos lo despiertan.

Estamos en el bar del Hotel Alvear, el más caro y elegante de Buenos Aires. Brindamos con champagne por el cumple de Beto, en un escenario que no podría ser más glamoroso. Nos quedamos hablando durante horas, con el tiempo suspendido en el aire. Le cuento que hace mucho no me sentía tan a gusto con alguien, le digo que es una pena no vivir en la misma ciudad que él. Me dice que me quede tranquilo, que terminaré viviendo en Lima porque es evidente lo mucho que amo a esa ciudad, y porque es notorio que en Buenos Aires, lejos de la prensa chicha, me aburro como un hongo.

Vamos de compras a Paseo Alcorta y, con premeditación, conduzco a Luis hacia una tienda que, a juzgar por la cantidad de perfumes que he visto en su baño, debe encantarle: L'Occitane de Provence. Nos entretenemos olisqueando infinidad de potingues como dos tías pitucas y al descubrir que esos bonitos pomos que he comprado son, en realidad, un regalo para él, se asombra como se asombran los niños de cinco años. Me da un besito en el cachete y me dice: "Me haces muy feliz." Me quedo de piedra. Debo haber dado miles de regalos y nunca me habían dicho nada lejanamente semejante. Por la noche no salimos, permanecemos en su precioso loft y nos sentamos juntos en el sofá para ver por fin los Academy Awards. Comemos, bebemos y fumamos. Nos reímos muchísimo. Y súbitamente presas de una rara hambruna, nos zampamos la caja entera de bombones La Ibérica que me encargó. El tiempo a su lado transcurre fácil y suave. Se lo digo. Y para que no se le olvide, se lo escribo. Solo nos falta el perro y la frazadita compartida. Si él se pareciera a Paolo Guerrero y yo me viera como Bernie Paz, ¿seríamos la pareja perfecta?

Antes de terminar su cumple, Beto me confiesa que está triste porque alguien no le escribió. Resulta increíble verlo tan vulnerable al afecto. Luego nos vamos a dormir, cada uno en su cama pero a pocos metros de distancia, y siento que finalmente, luego de tanto tiempo de ausencias, no estoy tan solo.