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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly, La columna de Jaime BaylyUn señor de apellido Salgado, Archibaldo Salgado, me dio mi primer trabajo. Hoy, treinta años después, es mi enemigo y escribe en los periódicos diciendo que soy malsano. Qué se entiende por malsano, no lo sé, supongo que estar en apariencia sano pero mal de la cabeza o las entrañas y hacer cosas que a él le parecen malvadas, moralmente dañosas.

Un señor de apellido Botero, Enrico Botero, me dio mi primera columna en un periódico, me llevó a comer y emborracharnos, me educó en el arte del chisme, me enseñó riendo como una hiena que el humor y la bondad están reñidos, son incompatibles. Cuando murió, me detestaba, decía que yo era un desleal, un traidor, alguien que había hecho escarnio de él en una novela humorística, a despecho de todo lo que me había dado, que ciertamente no era poco.

Un señor de apellido Espíndola, Paquito Espíndola, supo ser mi amigo en los tiempos idos de la juventud, mi amigo y mi mentor, el que me recomendaba libros y leía sus novelas en ciernes, el que me decía cuáles eran las buenas ideas, la buena línea, la gente por la que era menester votar. Ahora es espía, espía de los gringos, o sea espía bien pagado, y escribe los discursos de un político prominente, incluso le escribe los libros que casi nadie lee, y si me ve por la calle, no me saluda, me ignora, hace un mohín torero, como si yo fuera una mancha, la caca de un perro que él no quiere pisar.

Un señor de apellido Vieras, Coco Vieras, me sedujo, me habló palabras inflamadas, se puso a cantar a gritos de lo contento que estaba y, aprovechando un descuido por mi parte, me sodomizó sin que yo opusiera resistencia. Todo eso ocurrió hace años, pero él, dueño de una cadena de gimnasios, casado, padre de cinco hijas, ha dicho a ciertos amigos comunes que no me conoce, que nunca me conoció, que no fue él quien en realidad me poseyó, debió de ser alguien parecido a él, no él, puesto que nunca se ha enredado en refriegas eróticas con varón. Y como no lo he vuelto a ver y mi recuerdo de él se empecina en tornarse borroso, ya no sé si fue él quien me inauguró en la senda a contramano del pecado o si todo esto lo he fabulado.

Un señor de apellido Jersey, Mike Jersey, fue mi profesor de leyes y luego mi abogado y contertulio y confidente político. Hombre de vasta sabiduría y de no menos vasto tejido adiposo, me salvó de unas cuantas querellas, estuvo a mi lado en juzgados e interrogatorios, no me cobró por sus atentos servicios legales y guardó en caja fuerte mi testamento. No he vuelto a verlo desde los funerales de mi padre, a quien, gracias a sus argucias y triquiñuelas, libró de ir a la cárcel. Al parecer ofuscado o decepcionado por mis posturas políticas, me devolvió el testamento con una nota que decía: "La ley no permite que testes en beneficio propio: los muertos no heredan".

Una señora de apellido Guindas, Digna Guindas, se encontró, muy a su pesar, en el seno de mi familia, lo que me permitió ver con familiaridad sus senos, y me prohijó y apañó y consintió, y me dio cobijo y comida caliente, y me pagó los estudios y hasta los viajes a condición de que no escribiera de ella, una condición que, por lo visto, he incumplido, por lo que ya no me prohíja ni me cobija y más bien se llena la boca de vitriolo contra mí.

Un señor de apellido Cuéllar, Pistola Cuéllar, que dice ser Hijo de Dios y ha fundado su propia iglesia en una isla del Caribe y predica con verbo inflamado y persuasivo, me ha excomulgado de su secta, acusándome de impuro y mafioso, y ha dicho con voz tronante que nunca más entraré a ninguno de sus templos, que no me será dado orar con él y que Dios (a quien él interpreta y da voz, siendo su Hijo, el que ha venido a redimirnos de nuestras miserias y enseñarnos el camino de la virtud) no encuentra gracia en mis chanzas y chirigotas. Bufón, payaso, me ha llamado, y luego se ha vestido con túnicas y turbantes y ha pisado descalzo el altar que usa como escenario, declamando cosas arduas, a veces ininteligibles. Lo que al parecer no me perdona es que no haga míos sus dogmas y artículos de fe y que en ocasiones me permita dudar de la prédica virulenta que hace en su iglesia y que tan fervorosamente le aplauden sus acólitos, monaguillos y feligreses.

Un señor de apellido Halcón, Pérfido Halcón, solía pagarme generosamente por mis libros, pero ahora, alegando que son tiempos de crisis, ha recortado los pagos de un modo impiadoso y me ha sugerido que le dé una tregua con mis afanes editoriales y que me tome un año sabático. Contrariado, le he hablado de la vocación, de que los días son tristes vacíos cuando no escribo, del destino y el coraje y la persistencia, pero él me ha dicho que el arte es un empeño de lunáticos envanecidos, que todo lo que hago está lastrado por el peso de un ego desmesurado, que por favor me calle la boca un tiempo, a ver si lo consigo.

Un señor de apellido Troncoso, Moro Troncoso, me ha dejado sin trabajo. Cuando le he preguntado por qué me ha despedido sin miramientos de su empresa, me ha dicho que, según sus informantes, soy un hombre rico que ha heredado bastante dinero de una tía alcohólica que era dueña de una cadena de bingos y casinos. No es verdad, le he dicho, yo no he heredado nada, la que ha heredado es mi madre y ella ha donado casi todo su dinero a la iglesia mormona en la que milita (a pesar de que toma en secreto cafeína, desobedeciendo a sus superiores mormones), pero él no me ha creído, me ha dicho que no necesito trabajar, que deje de engatusarlo. Y es verdad que no necesito trabajar, nunca lo he necesitado, lo que me hace falta es el dinero que él me pagaba y ahora me escamotea, desdeñoso.

Una señora de apellido Sanjinés, Sarita Sanjinés, que antes se encamaba conmigo sin otro requerimiento que el de una botella fría de champaña, ahora se niega a contestar mis correos y hablarme por teléfono y dice que todo el tiempo que pasó a mi lado fue un desperdicio y que sus alaridos y efusiones cuando le prodigaba mi amor eran una impostación histriónica. Tú en la cama eres un saco de papas y estás mal de la cabeza y hablas dormido insultando a medio mundo, me ha dicho, y luego me ha contado, sin reparar en lo mucho que me lastimaba, que ahora se entrega a un actor de culebrones.

¿Por qué tantas señoras y señores, que antes me querían y tenían como amigo, me han dado la espalda y hacen alarde de su hostilidad contra mí y van sembrando la insidia de que mi mente ha sido atacada por la demencia? ¿Por qué he perdido tantas amistades que se han vuelto animosidades? ¿Se trata de una conspiración contra mí o más probablemente de que yo mismo he propiciado esa suerte envenenada? ¿Algo he hecho mal? ¿Desconozco la lealtad, la gratitud? ¿Ha de ser que soy un felón? ¿Me he quedado solo por infidente y canalla? ¿O todos los que desertaron de mí son unos innobles a los que debo olvidar, como si fueran una enfermedad que contraje, padecí y superé? ¿Tendrá algún mérito encontrarme así de solo y que no suene nunca el teléfono? Por otra parte, ¿cómo podría sonar, si está desconectado? En mi familia los viejos enloquecen y yo estoy envejeciendo.