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Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

Jaime Bayly,La columna Jaime Baylyhttps://goo.gl/jeHNR

No ha sido fácil llegar esta vez. Ya no quiero subirme a otro avión. Me abruma salir de casa, viajar, dormir en un hotel, alejarme de mi hija menor. Pero acá estoy, he llegado.

En el aeropuerto pasé por una máquina y se activó la alarma. Todavía no sé por qué se activó. Miradas de reprobación cayeron sobre mí. Dos hombres uniformados me detuvieron y llevaron a un cuarto cerrado. Me encontraba consternado, no entendía nada, pensé que me habían detenido por vestirme con tanta ropa, eso suele despertar sospechas en los aeropuertos.

A solas con un oficial vestido con pantalón azul y camisa celeste, fui informado de que sería sometido a una revisión que incluiría mis partes sensitivas o sensibles (esto se me dijo en inglés). Aprobé tal procedimiento con menos entusiasmo que curiosidad. Luego el policía o aspirante a policía me auscultó con sus gruesas manos de un modo que zarandeó y lastimó mis testículos. Nunca un hombre me había tocado de esa manera. No pude decirle nada, guardé prudente silencio.

El oficial no tenía cómo saber que tengo un testículo herido. Yo lo había olvidado al llegar al aeropuerto, pero cuando me inspeccionaron de ese modo tan virulento y patriótico la entrepierna, unas manos enguantadas revolviendo mis partes privadas, buscando una bomba, me dolió, recordé la herida. Como todas las heridas que aún me duelen, me la hice yo mismo, depilándome la otra noche con una tijera. Sin quererlo ni saberlo, el vigilante o custodio del aeropuerto me estrujó malamente el huevo roto y lo hizo sangrar.

Frustrado porque no había encontrado nada malo o ilegal, salvo mis cojones inflamados, el señor de uniforme abrió mi pequeña maleta rodante y echó todo al piso (o se le cayeron las cosas, pero a mí me pareció que las había querido tirar) y luego examinó con un gesto de asco o repugnancia las menudencias que llevaba. Tampoco había nada ilegal en mi maleta, de manera que me dejaron ir, aunque antes me pidieron que firmara un cuadernillo. Lo firmé con mucho gusto, como si fuera un autógrafo, y me despedí educada y agradecidamente, tal como me enseñó mi mamá. Hacía tiempo que un hombre no se interesaba por tocar mis partes, y esto es algo ahora que aprecio y atesoro.

Luego vino un breve momento de placer en un café del aeropuerto en el que me abandoné a tragar sin pena ni culpa y a sabiendas de que en el avión no habría nada de comer ni beber porque en estos vuelos domésticos a Nueva York no sirven ni agua cuando viajas en clase económica.

Me hizo bien viajar en clase económica. Rebajó unas horas mi vanidad, puso en entredicho la pasión que siento por mí mismo, me recordó que ya no soy el que era y que he entrado en fase de decadencia terminal. Antes me hubiera negado a viajar si, por razones de ahorro o avaricia por mi parte, la travesía tenía que ser en económica. Ahora me pareció lo normal, lo razonable, lo aconsejable. Y me hizo bien, me educó en la humildad, me recordó que solo soy un fatigado animal más de la especie, como los demás mamíferos que, apiñados, ensimismados, impacientes por salir de allí, viajaban conmigo en esa máquina voladora.

Fila veinte, asiento al lado del pasillo, un señor cargando un minúsculo perro sentado exactamente en el asiento delante de mí, otro señor cargando una niña sentado exactamente en el asiento detrás de mí. Pensé: esto promete ser de terror. No fue tan terrible. El perrito se mantuvo en silencio todo el vuelo, notable. La niña no dejó de llorar a gritos, comprensible.

A mi lado, una señora me observaba discretamente, en silencio, espiando las cosas que yo leía y escribía. Era muy educada y a ratos dormía o dormitaba y roncaba y me enternecía pues no parecía estar molesta porque le había tocado sentarse en el asiento del medio, que es el peor. Ya cuando el avión bajaba, me dijo de una manera dulce y comedida que era peruana y me contó algunas cosas de su vida y me pidió consejos sentimentales y yo por supuesto no me abstuve, abstenerme nunca ha sido lo mío.

En los peores momentos del viaje me aferré a la certeza o la esperanza de que esos contratiempos serían pronto olvidados cuando estuviera por fin en Nueva York con Silvia. Así fue. Saliendo del aeropuerto, en el taxi, recordé algunos momentos felices o desdichados o ridículos que me parece haber vivido en esta ciudad. El conductor paquistaní me hablaba y yo asentía y acompañaba de un modo renuente la conversación que él forzaba con cierta tosquedad, pero mi mente divagaba y se extraviaba en el laberinto de los recuerdos infinitos que tienden a difuminarse y borrarse: cuándo vine por primera vez, qué año me peleé con ella y perdí el pasaporte y volví en tren, cómo y por qué terminé en el bar de ese hotel esperando a un presidente envanecido que me desairó, las fiestas y el sabor del éxito y los tiempos de esplendor, los paseos por el parque, los amores fugaces, el tejano, la alemana, todas las películas en sesión de matiné, los hoteles en los que he dormido, este hotel que no conocía y en el que ahora escribo y tal vez dormiré, la inquietante sensación de que he venido a despedirme de Nueva York.

A medianoche salí a caminar con Silvia por la calle Amsterdam. Había luna llena. Comimos enrollados japoneses mientras escuchábamos el ardor de una pareja que hablaba majaderías de política. Más tarde comimos una deliciosa tarta de hongos observando a una pareja de mujeres que se decían cosas suaves y delicadas mirándose con notable intensidad a los ojos. No teníamos hambre ni sed y sin embargo seguíamos entrando a un café y a otro y pedíamos un helado y un té para tener un pretexto decoroso de sentarnos, reposar y hacer lo que más nos gusta cuando venimos a esta ciudad: mirar a la gente. Lo que define o distingue a una ciudad es su gente y acá hay mucha gente que me parece loca y por eso siento que estoy en casa y veo que Silvia también se siente en casa.