notitle
notitle

Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

Jaime Bayly,La columna de Baylyhttps://goo.gl/jeHNR

Plata tenían los primos Otero que vivían en una gran casa y eran hijos de un abogado prominente que fue ministro; plata tenían los primos Romanet que vivían en una gran casa con piscina techada y eran hijos de un médico encantador que también fue ministro; plata tenían los primos Cambana que eran insoportablemente guapos y parecían salidos de la portada de una revista y vivían en la casa más linda de San Isidro; plata tenían los primos Alzamora que vivían en una gran casa y tenían toda la ropa de moda y eran muy viajados y decían qué neto, qué neto y eran hijos de un señor caballeroso que manejaba el único Camaro del año que yo había visto en Lima; plata tenían los primos Picasso que vivían en una casa perfecta con muchos mayordomos y una piscina reluciente y en la que se escuchaban suavemente las canciones de Julio Iglesias; plata tenía el tío Roberto, el sí que tenía plata, más plata que todos los otros tíos y sin embargo era el que menos la mostraba, el más discreto, el que vivía en la misma casona fantasmagórica, los muebles cubiertos, en la que acabó muriendo. Nosotros no teníamos plata, vivíamos en una gran casa pero no teníamos plata, parecía que teníamos plata pero en realidad mi padre pasaba apuros para llegar a fin de mes y mi madre dependía de lo que le daba mi padre, que nunca le alcanzaba y sin embargo ella se las ingeniaba y no se quejaba y hacía milagros. Esa casa, una de las más grandes y bonitas de Los Cóndores, había sido de mi abuelo y cuando mi padre tuvo a su quinto hijo, mi hermano Ignacio, mi abuelo le regaló la casa de Los Cóndores y se consiguió una más pequeña y mejor ubicada, más cerca del club. A esa casa nos mudamos cuando yo tenía seis años. Era una casa tan grande y con tantos desniveles y andenes que no podías ver dónde terminaba, era la casa perfecta para ser un niño. Mi padre era empleado, gerente de algo, de un banco o una compañía de autos o una fábrica de armas, nunca fue dueño de su propio negocio, dependía de sus jefes y vivía honorablemente de su sueldo, que era un sueldo bueno pero solo el sueldo de un gerente y a eso tenía que limitarse, no había lujos ni excesos ni viajes, no podíamos darnos la gran vida que se daban nuestros primos ricos. Mi madre era ama de casa, nunca le alcanzaba la plata, como muchas mujeres de su tiempo dependía económicamente de lo que le daba su esposo y a eso tenía que limitarse y los gastos siempre aumentaban porque cada año y medio o dos nacía un bebé en nuestra ya numerosa familia. La plata que había en la casa era la que ganaba mes a mes mi padre, no había más, por eso mi madre se las ingenió para montar un pequeño negocio de maná, un dulce que las cocineras batían con espíritu infatigable y mi madre repartía en las tiendas y bodegas del barrio. Toda la vida fuimos pobres en casa de ricos y en colegio de ricos. Hasta que nos sacaron de los colegios caros y nos metieron en colegios más baratos, ese fue el primer descenso, y luego mis padres se vieron obligados a dejar la casa de Los Cóndores y venderla a un precio que ahora parece irrisorio, cómo fui tan tonto de dejar ir esa casa, debí comprarla y ahora estaría viviendo allí, lejos de todo, recordando aquellos años en que éramos inmortales: ese fue el segundo descenso, cuando mi madre se resignó a vender la casa de mi infancia y nunca más pude volver a ella, a no ser en sueños. Mi padre fue un hombre de trabajo, se levantaba al alba, era dedicado y leal, cumplía con rigor sus obligaciones de gerente y era muy afectuoso con los dueños, con quienes le pagaban; sin embargo, siempre se quedaba corto a los ojos de su padre y sus hermanos, que eran todos más exitosos que él y lo veían con una cierta condescendencia o lástima, como se mira a la oveja negra de la familia. Mi madre no tenía plata pero poseía el tesoro incalculable de su fe religiosa y nunca se sentía corta a los ojos de nadie porque ella tenía la mirada puesta en algo más noble y elevado, en Dios, en la posibilidad de salvar un alma más, todas las almas que se cruzaban en su camino y a las que ella procuraba adecentar y purificar. Mi padre no tenía más plata porque no tenía suficiente confianza en sí mismo, lo habían lastrado cuando era niño, lo habían despojado de la estima en su propio destino; mi madre no tenía plata porque ella no vivía para la plata sino para limpiar celosamente todas las manchas de su alma hasta dejarla inmaculada. Mi padre solo quería llegar a fin de mes, pagar las cuentas de todos los colegios que cada año eran más y todas las empleadas domésticas que cada año eran menos; mi madre solo quería llegar al cielo y como no caía maná del cielo ella se ocupaba de prepararlo en su cocina y dejarlo caer en las tiendas y bodegas del barrio y también por supuesto en las casas de sus amigas. Nunca fuimos ricos, siempre vivimos apretados, pasando apuros, llegando a fin de mes, usando la ropa que nos dejaban nuestros primos ricos, ellos no paraban de viajar y comprar ropa nueva y a mi madre le regalaban la ropa que ya estaba vieja y no querían seguir usando y había que recordar bien qué ropa era de qué primos para no usarla en las navidades cuando íbamos a reunirnos con esos mismos primos, pues no convenía ponerse el pantalón que había sido del primo Otero o la camisa que había sido del primo Romanet porque ellos eran muy listos y podían reconocer sus ropas viejas y donadas que ahora vestíamos nosotros, algo avergonzados, como pidiéndoles perdón por ponernos la ropa que había sido de ellos. Yo tenía pavor a las reuniones familiares porque sentía que se burlaban de nosotros, que nos veían como la familia-tribu-llena de niños-que no viaja nunca en avión-y usa la ropa que les hemos regalado, y además tenía pánico porque a mi abuelo le gustaba hacerme hablar al final de la comida y entonces me pasaba toda la comida pensando en cada palabra que luego pronunciaría de pie, temblando por debajo de la mesa sin que nadie lo advirtiese. Nosotros no teníamos plata, éramos pobres y la posibilidad de ser ricos se limitaba a lo que eventualmente nos dejasen en herencia, si acaso, nuestros abuelos ricos o nuestro tío más rico. Pero cuando murieron los abuelos, mi padre ya se había gastado casi toda la plata que le tocaba heredar, de manera que solo alcanzó para que mi madre comprase y remodelase muy juiciosamente una casa con piscina, cerca de una iglesia, y entonces ya nuestra última esperanza de ser ricos era que se muriese nuestro tío más rico y tuviese compasión de nuestra madre y de nosotros, o al menos de nuestra madre y mis hermanos, dado que a mí no me perdonaba, con toda razón, ciertas novelas indiscretas que me había visto en la impostergable necesidad de publicar muy a su pesar, contrariando sus consejos y sus cartas manuscritas enviadas por correo a una ciudad muy fría en la que yo vivía. Pero ese tío soltero no era cercano a mi madre, tenía más afinidad con dos de sus hermanas que eran más alegres y divertidas y socialmente prestigiosas y nada hacía suponer que ese caballero de modales ingleses y refinada inteligencia se acercaría en los últimos años de su vida a mi madre y vería en ella lo que, me parece, notó más claramente cuando enfermó y sintió la decadencia y el ocaso: que mi madre nunca había tenido el menor interés subalterno en él y nunca lo había querido por su dinero sino por su alma, por la posibilidad de salvar su alma. Y fue entonces cuando murió y mi madre heredó suficiente dinero como para no tener que preocuparse nunca más por el dinero, pero nada cambió realmente en ella: siguió viviendo en la misma casa, recordando con amor indeclinable a su esposo que ya no estaba más y siendo, ante todo, una mujer austera y elegante que cifraba su fortuna no en una cuenta de un banco (ella nunca sabía cuánto dinero tenía) sino en el tesoro incalculable de su fe religiosa, que fue siempre la gran fortuna de su vida.