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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,La columna de Bayly

Si tu madre te ha dicho desde niño que has nacido para ser presidente, quizás termines postulando a la presidencia. Eso es lo que me pasó. No llegué a ser candidato pero jugué coquetamente con la idea, no me disgustaba para nada. Por supuesto, no quería gobernar, solo quería complacer a mi madre, ser el hijo que ella soñó. Una vez más, no se pudo, terminé defraudándola, es una pena.

Desde niño me ha gustado mucho la política, he heredado eso de mi madre y mis abuelos. Mis abuelos eran políticamente muy enfáticos, muy fogosos, cada uno a su manera, claro. No sé si llegaron a conocerse, supongo que se saludaron en la boda de mis padres, no los recuerdo juntos, no he visto o no recuerdo una foto de los dos departiendo amenamente. Con ambos, don Jimmy y don Roberto, hablé de política desde niño, ambos parecían ver con simpatía mi curiosidad por los asuntos políticos. Ambos eran unos señores cabales con tendencia a las salidas conservadoras, ambos descreían de los lunáticos y los charlatanes que prometían la revolución, ambos eran hombres de trabajo, sabían lo difícil que era ganar limpiamente el dinero, no se dejaban engatusar por los bribonzuelos de la política. Mis abuelos vieron lo que antes había visto mi madre: que nada me interesaba más que la política, los hombres ceñudos y vocingleros que ocupaban el espacio de la política, las páginas de política de los periódicos, los elegidos, los conspicuos, los poderosos. Yo no sabía gran cosa del mundo de las ideas políticas, lo que conocía eran los nombres, quién era quién, quién era ministro de qué, quién había sido presidente de qué año a qué año, cuáles eran los partidos políticos, todo ese orden chato, rasante, sin vuelo, de los humanos próximos, circundantes. Mi madre me transmitió afectuosamente el celo del predicador, las ínfulas del mandamás, la visión esclarecida del tribuno. Ella no pudo hacer una carrera política profesional porque no se esperaba tal cosa de las mujeres de su tiempo, pero encontró una manera fantástica de hacer política en la religión y se hizo militante de un partido religioso y abrazó un credo, un plan de gobierno moral, hizo suya la prédica de un caudillo enjundioso, y dedicó su vida entera a creer en unas ideas y a persuadirnos de la nobleza y la eficacia de tales ideas. No he conocido una persona más activamente política que mi madre: enemiga natural de la neutralidad, lo suyo es tomar partido, pronunciarse, elegir una causa y luchar por ella y hasta jugarse la vida si hiciera falta en esa cruzada moral. Desde que era niño hasta ahora que soy un hombre mayor, fatigado, con visible sobrepeso, mi madre es la persona que siempre ha sabido de un modo enfático, extranjero a toda duda, por quién hay que votar y por quién no hay que votar de ninguna manera, y sin duda es ella y no mi padre quien me ha transmitido genéticamente esa proclividad al conflicto, a la prédica inflamada, a ir a la guerra en nombre de unas convicciones cerradas, no negociables. Dondequiera que se organicen unas elecciones, mi madre y yo tomamos partido y nos ponemos en campaña, aunque no siempre conspiremos en la misma trinchera y en ocasiones nos encontremos en campos adversarios y ninguno por supuesto esté dispuesto a ceder en aras de la armonía familiar: cada elección nacional o municipal es el fin del mundo para ella y para mí y a esa extraña suerte, la del predicador, la del conspirador, la del partidario acérrimo, nos entregamos ambos, exaltados.Uno de mis abuelos, don Jimmy, probablemente vio en mí esa temprana inclinación por el mundo de la política o por las palabras que tenían una intención política, un modo engolado y adusto de hablar, una postura que parecía desusada en un niño, no se esperaba que un niño fuese tan resabido y locuaz, no se esperaba que hablase como ministro, que dijese "hay que mitigar el sufrimiento de la clase mesocrática", hay que ver cómo se reía la tía Fátima cuando yo decía la palabra mesocrática. Pero yo era ese niño hablantín, envarado, tieso, con un orden político de las cosas, el primero de la clase, el que no se despeinaba, el que llevaba gomina y no decía lisuras y rezaba en latín con su madre. Yo era ese niño político, politicastro, politizado, y mi padre me deploraba con razón y mi madre me masajeaba el ego diciéndome que yo era un líder nato, un líder preclaro, uno en un millón, el elegido, el bendito, el que salvaría al pueblo raso de sus penurias y sus oprobios. Mi abuelo comprendió con sagacidad que mi destino era el del orador, el del charlatán de plazuela, él lo supo antes que yo, y por eso en las cenas familiares me transmitía de un modo amable pero firme que debía estar preparado para dar un discurso después de los postres, cuando él me hiciera una seña y tocara la campanita. Sentado a la mesa de los niños, yo elegía en silencio las palabras que un momento más tarde debía pronunciar de pie, ignorando el escarnio comprensible de los primos. Fue un gran entrenamiento, una violenta iniciación en algo que después se me hizo estilo de vida: siempre debes tener listo un discurso, no tengas miedo de improvisar, que parezca que estás disfrutando de ese momento retórico en el que te empinas levemente sobre los demás, que los otros se rían y aplaudan y pidan que sigas hablando así, tan bonito, qué piquito de oro nos ha salido Jaimecito, seguro que cuando sea grande terminará de diputado o alcalde o quién sabe hasta presidente.

Discursos en las cenas familiares, discursos en los actos escolares, discursos en la graduación y la fiesta de promoción, discursos en las campañas políticas universitarias (que gané), cuántos discursos supe pronunciar a destiempo, en cuántos discursos fatuos me jugué la vida. Cada uno de esos discursos afirmó mi autoridad entre mis pares y me convenció de que no había nadie que hablase más bonito que yo, ni siquiera el presidente de turno ni el candidato a presidente. De ese convencimiento, y de las constantes exhortaciones de mi madre a que me abocase a la tarea superior del bien común, nació la idea mínima, el borrador, de que podía llegar a ser presidente.

Pero esa idea, que era preciosa, se desintegró en mi mente cuando, después de tantos discursos regados en el aire, descubrí que la misma boca que sabía hablar tan bonito era la boca que quería besar a un hombre y era la boca que quería fumar un porrito y era la boca capaz de todos los tráficos impuros a los que no debía rebajarse esa boca presumiblemente virtuosa del predicador en celo: la que fuma, la que chupa, la que jala, la que lame, la que mama. Por eso no me he postulado a ningún cargo público, a pesar de que algunos amigos han sido muy generosos en sugerírmelo y hasta ofrecérmelo: porque uno no es meramente las palabras que ha dicho en público, envanecido, sino más exactamente los labios que ha besado, los cuerpos que ha lamido, las delicadas texturas que ha saboreado. Mi boca ha hecho cosas que no son nada presidenciales y por eso no la he presentado en contienda electoral de ninguna índole, el pueblo merece mejor suerte. Pero lo que yo recuerdo de mi boca no es lo que mi madre recuerda de la boca de su hijo mayor: tal vez ella recuerda, ante todo, las plegarias, las oraciones, el fervor expresado en latín, y por eso siempre ha querido que yo use mi boca para servir noble y juiciosamente a los más necesitados, sin sucumbir a las necesidades mundanas de mi boca loca.