Redacción PERÚ21

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Beto Ortiz,Pandemoniobortiz@peru21.com

Reyna y César. "Mi corazón está muerto"

Madre: Tu nombre viene lento como las músicas humildes. La casa de los Vilca parece la casa de una familia de damnificados. Las donaciones nunca paran de llegar. Operarios cargando colchones entran y salen. Cargando mesitas de centro, sillones que don Dionisio Vilca arrincona con esa misma fuerza con la que cargó los restos de su niño César –el héroe– por la selva. Con esa misma rabia. Como si la ausencia de un hijo pudiera calmarse con un nuevo juego de confortables, como si alguien tratara de amoblarles la desolación. En esta casa el dolor es una nube que tizna las paredes, que empaña los espejos, que asfixia. Reyna Vilca no está. Se ha ido temprano a un homenaje que le han hecho a su hijo muerto en La Molina. Más víveres. Alguna vecina golpea la puerta para avisar que Reyna se desmayó y está en la clínica. Son los únicos recados que reciben. El teléfono está descolgado. Ya no resisten más entrevistas, más pésames, más abogados, más promesas. Cuando iba a la TV, la señora Vilca reclamaba con fiereza, estaba convencida de que su hijo estaba vivo. Pero ahora es apenas una mustia sombra de aquella mujer embravecida. Ahora la vemos llegar caminando despacito y sentarse ante la cámara como una autómata, vencida. Sus labios están cuarteados. Todo duele. "Mira mi boca, está toda seca, reventada". Su corazón también.

Charo y Ciro. ¿Cuándo va a pasar este dolor?

No hace falta preguntárselo para saber que la señora Charito se pasa la vida sentada en este rincón. La huella de su cuerpo ha quedado repujada como un bajorrelieve en el sillón, en esta esquina de la sala de la que ella no quiere moverse porque aquí está el altar de velas y flores que ella ha levantado para Ciro, su crío perdido, el infante difunto. La vida se ha detenido para siempre en esta casa de La Punta. El silencio es una burbuja aciaga que solo logran romper los pasos nerviosos, casi imperceptibles de un perrito Yorkie sobre el parquet. Algún amigo de la familia se los regaló para conjurar en algo esa soledad brutal que cala los huesos. La reportera gráfica sabe que a esta mujer ya se le ha preguntado absolutamente todo lo preguntable y por eso se ha limitado a entregarle un marco y una fotografía para que los ensamble. Doña Charito lo hace con naturalidad, como si lo hiciera todos los días, como si su máxima habilidad en esta vida consistiera en ponerle marco a las fotos de su hijo. Viéndola maniobrar pienso que allí sentada, mirando pasar las noches y los días, quizá se haya ido convirtiendo en una máquina de extrañar, en una máquina de pensar en Ciro.

Mientras la contemplo no puedo evitar acordarme de mí mismo poniendo en la mesa de noche, en la billetera, en todas las habitaciones de la casa para acompañarme fotos de mi mamá que ya no está conmigo. Charito voltea el retrato y vuelve a mirar la sonrisa limpia de su hijo Ciro con una ternura infinita. Esa mirada de madre que tiene el poder de quebrar al hombre en niños. La contemplo sumergida en ese helado océano de ausencia, y no puedo evitar pensar en mí. La veo allí detenida y muda y se me antoja pensar que su pequeño Ciro todavía corretea libre por esos pasillos vacíos así como danza en mis sueños mi mamá que siempre está conmigo. Como si respondieran a una orden sobrenatural, las campanas de la iglesia que está justo enfrente comienzan a doblar. El tañir del bronce lo inunda todo y se eleva como una furiosa pregunta en el aire. ¿Para quién será más triste el día de las madres? ¿Para un huérfano de madre como yo o para ella que es una madre huérfana de hijo? Perder a tu madre es perder tu origen, tu centro, tu raíz, tu principio, tu luz, el sol que evita que pierdas órbita. Pero perder a tu hijo ha de ser comenzar a esfumarte, a desintegrarte, a desaparecer empezando por lo más bueno, por lo más puro que tenías. Perder un hijo ha de ser la hecatombe indecible, el horror supremo. No en vano no existen palabras en el idioma para designar a los padres de un hijo que murió. No en vano ni el mismo Dios pudo tolerar tamaño dolor y lanzó toda su desesperación de animal herido sobre la tierra.

Natalia y Gerson. "Algún día será justicia"

No hay pena comparable a la de enterrar al hijo. Pero para Natalia sí la hubo. Días después del funeral de Gerson, apareció un horrendo video que ella fue obligada a ver. En el colmo de la maldad, los policías se habían grabado a sí mismos flagelando a su hijo con sus garrotes, masacrándolo sin piedad. Otra cámara, no menos impiadosa, grabó a esta madre espectando la agonía sin nombre. La filmaron cubriéndose la boca frente a la pantalla, ahogando el pavor con sus manos. Ningún ser humano aceptaría pasar por un tormento semejante pero Natalia, siguió en pie y se convirtió en el mástil del navío cuando su esposo Marco abandonó su empleo para dedicarse a la sagrada misión de desentrañar la verdad. Para ello tuvo que convertirse en detective y abogado. Natalia se las ingenió para parar la olla, sacando de donde no hubo. Comenzó de nuevo, como cuando era niña, a ayudar a su madre en el puesto del mercado, convirtió su casa en un depósito que alquiló a los ambulantes: carritos sangucheros, quioscos de "Se hacen llaves". Y con esas providenciales monedas, alquilaron un Tico en el que Marco taxea por las noches.

Hasta hace poco, la habitación del hijo permanecía intacta. Su cama tendida, sus pósters de fútbol y su ropa en los cajones. Ya no. Llegó el momento de hacerle campo a la única luz de sus vidas duras: el hijo de su hijo, el pequeñín al que tienen que seguir recitando mentiras piadosas. Que su papito vuelve pronto, que está trabajando muy duro en Estados Unidos para poder comprarle el carrito electrónico que tanto le pidió. Que justo ayer llamó por teléfono y dejó dicho que lo extraña. Los esposos Falla saben que, pese a que nunca lo conocí, su hijo Gerson no es, para mí, una noticia más. Por alguna razón es un ser especial y por eso –aunque nunca voy a ninguna– he acudido a su misa. No he dudado en colocar su retrato junto a Lippy, Juanjo y Bruno, en mi altar personal de los amigos más queridos que partieron. Y me entristece doblemente que Gerson encontrara la muerte en San Borja, mi barrio, la patria chica en la que yo viví. En Magdalena, en la pared de su casa hay una gigantografía con su foto colgada en el lugar donde más le gustaba pasar las horas: chateando al pie de su computadora, muy cerca a la puerta que da a la calle, una puerta que no tiene timbre pero que Natalia deja siempre abierta, por si alguna vez lo ve volver.

Trinidad y Nancy. "Yo le dije que no fuera"

Todo el tercer piso de esta enorme, hermosa casa de La Molina ha sido convertido en un departamento muy acogedor. Es el departamento que, con tanta ilusión, mandó construir y decorar la señora Trinidad para que allí viviera su adoración, la niña de sus ojos, la capitana de la Policía Nancy Flores Páucar. En el ominoso vacío de lo que antes fue su dormitorio, romper el hielo parece imposible. Inés, la fotógrafa, no puede evitar la incómoda sensación de estar profanando el templo de un dolor privado. La señora Páucar se sienta al borde de la cama de su engreída. Se sienta despacio, muy erguida, las manos sobre el regazo, auscultando cada rincón del cuarto, como asegurándose de que cada cosa esté en su lugar, haciendo acopio de una dignidad conmovedora. Dos muñecas idénticas, vestidas de bobos y festones, contemplan la muda escena desde sus veladores. El rudo casco y el arma larga de la capitana parecen objetos absurdos en medio del candor de ese edredón floreado. "Yo conocí a su hija" –le dice Inés. Y le cuenta que viajaron juntas cuando ella integró la escolta de la primera dama Elianne Karp. Pero hay un no sé de qué de recogimiento en ese lugar y la conversación no aflora. Inés le jura que le robará apenas un instante y se irá por donde vino. Le alcanza el retrato de su orgullo mayor, su preciosa hija Nancy, nuestra capitana, la inolvidable Azumi, el corazón guerrero alcanzado por un proyectil cobarde, traicionero. Trinidad la estrecha contra su pecho, pierde su aparente firmeza y se inclina, la acuna entre sus brazos como cuando era una bebé. Se enternece, de repente, se suaviza. Se entristece pero no llora. Sabe que es la columna que sostiene toda esa casa de tres pisos, que no puede darse el lujo de quebrarse y no se quiebra. "¿Sabes qué? Yo le dije que no fuera. Las mamás tenemos un sexto sentido y cuando ella me llamó a decirme: mamita, voy a volar a la zona, ya vuelvo, no te preocupes, yo sentí una corazonada. ¿Tú eres mamá, Inés? Entonces sabes de lo que hablo. Yo sentí el peligro y le dije: ¡no vayas, hijita! Pero ya ves. Nada se puede hacer contra la muerte. ¿Tú eres mamá? Abraza muy fuerte a tu hijo mientras puedas".

Ana e Ivo "Me arrebataron a mi único amigo"

Como si fueran gemelos, compartían una cama camarote en el único cuarto de la casa que habían conseguido techar. El papá jamás quiso vivir allí y la otra hija, menos. El proyecto de familia nuclear abortó. Pero Ana e Ivo habían vivido y trabajado juntos toda la vida. Más que mamá e hijo, eran confidentes, compañeros, cómplices. Cuando ella vendía menú, él preparaba la limonada. Cuando ella traía ropa de Tacna, él la ayudaba a venderla entre las amigas. Cuando ella fabricaba disfraces, él se dedicaba a limpiar la casa. Cuando aún no tenían baños, él se encargaba de acarrear el agua. La vida en aquella casa en los arenales, camino a Cieneguilla, florecía gracias a esa prodigiosa dinámica de dos. Hija única y solitaria desde siempre, Ana Camargo sentía, a veces que, más que su hijo, el travieso Ivito era el hermano menor que siempre reclamó. El chiquillo que llenaba la casa de música y de risas. Y también de bichos: perritos hiperactivos y un montón de peces de colores que, como fulminados por una tristeza animal, murieron todos, uno tras otro, a la muerte de Ivo, dejando apenas una tortuga languideciendo en el fondo de la pecera abandonada.

Ya no hay razón para continuar pero hay algo que impide que esta mujer se rinda. Su rabia. Cómo no arder de rabia cuando el defensor de los asesinos de tu hijo te dice: "haga su show, señora, haga su show." Todos la admiramos al verla rugiendo como una leona a la salida del juicio donde condenaron a prisión al chofer pero absolvieron a esa extraña Empresa Orión. Ana solo sonríe al recorrer las fotos que Ivo tomaba. Solo suspira al recordar que antes de 28 de julio del año pasado habían ido juntos a Tiendas "34l" para comprarle ese primer terno con el que iría orgulloso a cubrir la transmisión de mando. Ahora la casa toda parece agonizar bajo una grave pátina de polvo. Ana sabe que está sola una vez más y en nada encuentra alivio ni consuelo:"Si yo estuviera segura de que cuando me muera lo voy a encontrar me moriría ahora mismo, pero ni siquiera de eso estoy segura."

Ana y Felipe. ¡Ay, mi cholito! ¿Dónde estás?

Para que la foto de su hijo, el mayor Bazán, salga publicada en un diario una vez más, la señora Ana Soles ha venido desde Chimbote, tantas horas en un autobus, aferrada a esa cartera en cuyo interior va la foto de su cholito. Una foto de él en uniforme de gala pero también esa otra que todos vimos cuando lo de Bagua, esa escena que parecía sacada de una película de terror, su hijo Felipe con el torso desnudo y el miedo tatuado en el rostro, llevado a empellones por una turba de nativos enardecidos. La gente de mi producción la recibe y trata de hacerla sentir cómoda. Es la única a la que no podremos retratar en su casa de modo que la invitamos a sentarse en sala ajena. Ella se alisa la falda, trata de acomodarse el peinado, se alista nerviosamente. Le entregamos el retrato, lo coge. No, no lo coge, se aferra a él. Nadie sabe qué decirle. El suyo es el único de los hijos muertos al que nadie ha encontrado, al que nadie ha rendido honores, al que nadie ha sepultado. Alguien sugiere un minuto de silencio, un abrazo, una oración, por el amor de Dios, alguien haga algo. ¿Adónde miro? –pregunta la señora Ana y de pronto sus ojos se posan sobre los ojos de su niño en la fotografía y el llanto contenido estalla como un volcán. Perdóneme, señorita. Perdón, perdón. Y desde el abismo de su pena le sale un " Ay, mi cholito! ¿dónde estás?"