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Redacción PERÚ21

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Beto Ortiz,Pandemoniobortiz@peru21.com

¿A qué hora te acuestas? Como me levanto a las cuatro y media para –con la mitad del cerebro entumecido- preparar preguntas para las seis u ocho entrevistas que me esperan, yo tendría que acostarme a las ocho y media de la noche para poder completar mis ocho horas de sueño reglamentario. Esto, por supuesto, es ridículo. Ni un niño de primaria se va a la cama a esa hora. ¿Por qué no preparo mis entrevistas el día anterior? Porque los invitados suelen confirmar entre gallos y medianoche así que muchas veces me voy a dormir sin tener idea de quién viene mañana. Mi hora promedio para irme al sobre es entre diez y diez y media de la noche con lo que acumulo un déficit diario promedio de dos horas de sueño. Si no encuentro la manera de hacer siestas llegaré al viernes arrastrándome, con una horrible deuda de diez horas por dormir y ya sé que pasaré el fin de semana en un coma profundo. Si hago siesta por la tarde, lo más probable es que ésta se vuelva interminable y me acabe despertando a la medianoche y me pase el resto de la noche en vela lo cual me condenará a una especie de jet-lag crónico que me provocará sueño en los momentos más impertinentes o, lo que es peor: desembocará algún día–me temo- en lo que los neurólogos conocen como la enfermedad de la bella durmiente: la narcolepsia o síndrome de Gelineau, un trastorno estudiado desde 1880 por el médico Jean Baptiste Edouard Gelineau, una falla en la arquitectura del sueño que se caracteriza por una repentina y excesiva somnolencia diurna que hace que la persona pueda llegar a dormirse en cualquier momento y lugar sin poder evitarlo.

Yo puedo dormir en cualquier momento y lugar. Siempre he podido. Es una deformación profesional de reporterito peruano del Perú. Duermo en los aviones desde antes de despegar y me despierto con el golpe del aterrizaje. Duermo todo el vuelo. No importa si es a Trujillo o a Madrid. Duermo igual de bien solo o acompañado, con fiesta patronal o con bombardeo ecuatoriano. Duermo en hamaca, en hierba o en carro. Y los más prestigiosos editores dominicales pueden dar fe de que, cuando me quedaba dormido en las amanecidas de edición, me quitaban la silla para que no me acurrucara a jatear y, apoyado en la pared, me jateaba parado. Pero hoy, durante el día ya no sirvo para nada y me duermo impajaritablemente en los carros, en las reuniones editoriales, en los cines así vaya en matiné y en todo tipo de eventos sociales por lo que ya no tiene sentido invitarme a ninguna parte. Eso sí, los sábados y domingos, por suerte, puedo levantarme tardísimo así que marmoteo como hasta las seis.

¿Cuántas corbatas tienes? Trescientas diecisiete. Y ninguna es de canje, por si acaso. Trato de que sean estridentes, excéntricas o absurdas para balancear un poquito el previsible casimir gris y el almidón. La mayoría las he comprado en amazon.com aunque también es cierto que muchas de ellas fueron regaladas y no sé por quién. En más de una oportunidad, en suntuosos paquetes con listón y sin tarjeta, me ha llegado a la recepción de mi edificio una que otra regia Hermès, Hermenegildo o Ferragamo. No sé cuál será el mensaje cifrado que encierran o si esconden un micrófono o un chip pero, sea como sea, merci, corbater@ desconocid@.

¿Te quedas dormido en tus entrevistas? No estoy durmiendo, estoy tuiteando. Todas las mañanas recibo un promedio de quince mensajes de gente que me dice: ¡Ajá, has pestañeado! ¡Te estás quedando dormido! ¡Abre los ojos! Aprovecho esta humilde tribuna para aclararles el misterio: si notan que mis párpados superiores descienden un poquito no es que me duerma sino que bajo un poco la mirada para leer la pantalla de mi fiel ápol. Es increíble lo útil que puede resultar una laptop con wi-fi durante una entrevista en vivo. No solamente para revisar información que me hayan preparado de antemano sino, por ejemplo, para buscar el significado de una palabra en el diccionario de la Real Academia, explorar, en segundos, el prontuario de algún tinterillo resina que roba cámara en el enlace micro-ondas o consultar con los expertos cuando algún académico se engolosina con un tutti frutti de tecnicismos indescifrables. Esto me pasó, por ejemplo, durante una entrevista con el destacado economista Kurt Burneo a quien, dicho sea de paso, hemos invitado mañana. Una vez, durante la campaña, Kurt se arrancó con un súbito speech acerca de la ausencia de fundamentos macroeconómicos que explicaran la súbita caída en la inversion bursátil del 12% considerando la optima situación de los estados financieros de las empresas que cotizan en la bolsa y…cuando yo ya comenzaba a extraviarme por los meandros inconmensurables del waddafuck?, un providencial ex ministro amigo, Alfredo Ferrero, apareció en el twitter como un ángel salvador para hacerme la traducción simultánea al español de todo lo que Burneo me decía, gracias a lo cual pude hablar su dialecto y quedar como un rey. Pero como no todo puede ser buena leche en este establo, también están los que no tienen nada mejor qué hacer en este mundo que romperte las pelotas, esos madrugadores trolls que, a falta de vida propia, se dedican a tratar de lanzarte anónimas cáscaras o bajonearte, especialmente cuando entrevistas a sus máximos ídolos. Esto ocurrió la semana pasada con el ex procurador y frustrado padre de la patria Ronald Gamarra quien, durante toda mi entrevista con el juez San Martín se la pasó waripoleándolo y abucheándome: ¡Oh, qué brillante magistrado! ¡Buhhh, qué mal entrevistador! ¡Oh, qué jurisconsulto esclarecido! ¡Buhhh, qué pregunta lamentable! Y así, sucesivamente. Pero bastó con que, a la octava gracia, le cayera su lapo en la nuca para que se quedara mudito en siete idiomas hasta el día de hoy, seguramente confiado en que lo defenderá la Sociedad Protectora de Aves Zancudas en Extinción o alguna otra influyente organización para la salvaguarda de los derechos de los seres indefensos. Es una regla de hierro en la TV –y en el twitter- la de no contestarle nunca a psitaciformes de menor vuelo pero veces hay en que uno, como todos, se encabrona y revienta. No siempre se puede poner la otra mejilla. Y aunque mientras escucho alegatos ajenos no me las rasco a dos manos como muchos psicoanalistas ni juego al sudoku como ciertas juezas anticorrupción, debo confesar que, unas pocas veces y frente a invitados excepcionalmente sosos o soporíferos, he conjurado el tedio mortal leyendo, de reojo, las prosas prodigiosas de Paredes Castro.

¿Por qué será que mi vieja te adora? No solo la tuya. Yo no tengo club de fans sino club de madres sustitutas. ¿Por qué será? Quizá porque a los hijos problema se les quiere más que a los normalitos. Tal vez me ven como la oveja negra que volvió al redil, la traca que se quitó las tetas, el interno del Centro Victoria que se rehabilitó, el que pasó de vender mentitas en overol a sentarse a la mesa con los importantes de la patria, el bala perdida que se encontró. El otro día, mientras disfrutaba de su crema volteada en una mesa contigua del Rincón Chami, una dulce octogenaria tuvo a bien descifrarme el enigma: ¿Ya ves lo fácil que era portarse bien, hijito? Sí, señora. Recemos. Recemos porque Dios nos conserve alguna serenidad.