Empezaron a seguirlo, está casi seguro, al regreso de su deportación de Guatemala el 7 de mayo del año pasado, a donde fue a dictar unas conferencias en la Universidad Francisco Marroquín. Se le acusó de ser el cerebro de la campaña de críticas a la política de control de precios acometida por las Cámaras de Industria y Comercio guatemaltecos con el fin de tirarse abajo al gobierno, por lo que lo pusieron de patitas en la frontera con El Salvador. La embajada boliviana ofreció hacerse cargo de él durante su estancia transitoria en ese país. Eudocio tenía pasaporte boliviano gracias a Hugo Bánzer, que lo libró de su condición de apátrida cuando Velasco le arrebató la nacionalidad peruana en 1970. No fue necesario tomarles la palabra. Eudocio regresó a suelo mexicano en avión, con boleto pagado por Tachito Somoza, quien, le dijeron, los representantes del gobierno somocista, ofreció en un momento dado mandar su avión personal para llevarlo de regreso a tierra mexicana. Todo el asunto fue una verdadera lástima: Guatemala era un país acogedor que le ofrecía una sólida base material para seguir con su prédica anticomunista, a donde pensaba seriamente mudarse con Carmencita y Jorgito si las papas empezaban a quemar en México, pues en tierra mexicana los tubérculos se han puesto calientes. La semana pasada tuvo que cambiar el número de teléfono de la casa por séptima vez en tres años. Las llamadas con amenazas e insultos ahora provienen de nicaragüenses, furibundos por sus constantes diatribas contra el Frente Sandinista en sus artículos sindicados en toda Latinoamérica, en que defiende el régimen de Somoza y fustiga sin descanso a los rebeldes. Llamadas que reemplazaron a las de los rojos chilenos, enardecidos por su apoyo irrestricto al régimen de Pinochet, a quien incluso le hizo una larga entrevista que salió en la primera plana de El Heraldo, el diario que piensa joven, con foto de ambos a todo color, por el duodécimo aniversario del periódico. Llamadas que sustituyeron a las de los rojos argentinos, soliviantados por su apología sin reservas del régimen de Videla, que ha salvado, a costa de solo unas centenas de bien escogidas eliminaciones, a la Argentina desgobernada por la incapaz Isabelita, que se metió a jugar juegos de hombres que la sobrepasan largamente. Y que se alternan con la de alguno que otro peruano, anónima por supuesto —sus amados compatriotas no suelen dar la cara, ni el nombre—, que de vez en cuando lo llama para insultarlo por ser un “traidor al Perú”.

Eudocio no sabría si comenzaron a acecharlo sin que se diera cuenta antes o después de la serie infame de artículos que publicó The New York Times, la cabeza de la medusa periodística de los liberals norteamericanos, entre el 25 y el 27 de diciembre de 1977. Por entonces andaba demasiado distraído con los problemas que le creó ese reportaje, que delataba la existencia de una gigantesca red mundial informativa construida y desplegada por la CIA con el fin de influir en la opinión pública global y combatir la presencia del comunismo en uno de sus frentes más preciados: el ideológico y cultural. Uno de los artículos mencionó a Eudocio con nombre y apellido, al lado de las “contribuciones editoriales” que la Compañía hizo a “The Yenan Way”, la versión en inglés de su libro de memorias “La Gran Estafa”. El libro, que hoy por hoy, en 1978, ya lleva millones de ejemplares impresos, ha sido traducido a diecinueve idiomas y distribuido por todo el mundo, y es considerado el libro en castellano más influyente escrito por un disidente comunista. En él narró el periplo desde su infancia en Cajamarca hasta su apartamiento del comunismo a mediados de 1942. Contó cómo, a su llegada a Lima, tomó contacto con el efervescente movimiento sindical y universitario de la década de 1920, cómo se asoció con Haya de la Torre y la Alianza Popular Revolucionaria Americana. Cómo, cuando Víctor Raúl y José Carlos Mariátegui rompieron palitos, Eudocio sirvió de intermediario entre ambos, aunque terminó tomando partido por el segundo, quien hizo todo lo posible, incluso una colecta, para traerlo de Europa al Perú. Cómo, a su regreso a la patria, Mariátegui le dejó a Eudocio las riendas de su flamante Partido Socialista, pues quería concentrarse en sus planes de viajar a la Argentina, donde podría hacerse el largo y postergado tratamiento médico que necesitaba y dedicarse más tranquilamente a convertir ‘Amauta’, la revista que dirigía, en un faro cultural continental. Cómo, cuando Mariátegui murió, Eudocio rebautizó el Partido Socialista como Partido Comunista, siguiendo los designios de la Internacional Comunista, de la cual era operador político encubierto, y se encargó de poner en práctica las decisiones dictadas desde Moscú.

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