Una diseñadora de modas limeña no quiso pagar el precio que demandaba una artista shipiba por usar una pieza de su creación. Hasta ahí el tema es económico y legal. Y se espera que la diseñadora comprenda las leyes de derechos de autor y también las de oferta y demanda.
El problema es cuando aparecen argumentos como “apropiación cultural”. Es decir, cuando un grupo de iluminados de izquierda pretende decidir quién puede y quién no puede representar, ejercer o siquiera disfrutar una expresión artística. Los censores de la cultura manejan el peaje en la autopista cultural y por eso cobran, ya sea en capital real o en capital simbólico. No creen en la inspiración, el sincretismo, el multiculturalismo o la interculturalidad. Para ellos, el mestizaje invisibiliza y la inspiración es en realidad expropiación cultural.
Son como el empresario chino que registró el nombre de “capibara”. Creen que la cultura es un coto privado, una gallina de huevos de oro que los limeñitos no deben tocar; mucho menos si son ‘blancos’ y sospechosos de pituquería. Hablan de expropiación porque su relación frente al capital cultural es como su relación frente al capital a secas. Como si la cultura y la riqueza no fueran agentes creadores y multiplicadores. Como si fueran una comunidad frente a un denuncio o concesión minera, los guardianes de la cultura pretenden ser quienes otorgan o quitan la licencia social. Solo los elegidos pueden inspirarse en un arte típico, una expresión cultural tradicional o un conocimiento ancestral. Como si todo conocimiento no fuera ancestral. Leyeron mal a Arguedas y repiten eso de “yo no soy un aculturado”. Denuncian “apropiación cultural” mientras, paradójicamente, pretenden apropiarse de la cultura como si fuera su chacra.
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