El pegalón Carlos Ezeta es precandidato morado, el anónimo lanzador de conos es meme viviente, el pastrulo gritón de La Noche es ídolo barranquino y la linchadora de Discofobia tiene su identidad protegida, a pesar de la denuncia en una comisaría. Así funciona el doble rasero cuando se le pega a un político de derecha en el Perú.
EL ENROQUE
Y, sin embargo, de un tiempo a esta parte, la derecha ha aprendido a utilizar los métodos que usaba la izquierda para pelearles la calle y la opinión pública. Fueron años de ver las pancartas en las marchas contra Fujimori, las ratas gigantes, los huevos estrellándose contra el carro de Raúl Romero y las bolsas de basura lanzadas a las casas de las Marthas fujimoristas. Algo aprendieron de aquella prehistoria peruana del apanado.
Parece lógico, porque cuando la izquierda llegó finalmente a Palacio, en 2021, la derecha salió a las calles a pitear. Algo que no se veía desde las manifestaciones contra la estatización de la banca a fines de los 80.
Pero este enroque no ha sido solo ideológico, también ha sido generacional. Así como la generación Bicentenario se quejaba de los “dinosaurios” del expresidente Manuel Merino, la nueva derecha tomó la plaza, desde la Coordinadora Republicana hasta La Resistencia, pasando por Los Combatientes y La Insurgencia.
Al inicio fueron más bien monses. Más brutos que achorados, desmintiendo el apelativo de DBA. Las marchas contra Castillo parecían corsos de Wong. Había vigilias con velas, globos de cantoya que se enviaban al cielo, antorchas del Club Waikiki y oradores que no calentaban la plaza. Abundaban las camionetas con caros equipos de sonido y los operadores que vivían de las tías asustadas que veían Willax. Y, sobre todo, había mucho presupuesto, mucha plata pero pocos resultados. Marchas sin mística ni destrozos. Había activistas sin épica, niños bien con ‘fachaleco’ y universitarios pitucos que en su vida habían saboreado el olor del gas lacrimógeno por la mañana.
LA PESTILENCIA
Con el tiempo, las marchas de la derecha se hicieron más achoradas. La A de la DBA se hizo sentir en calles y plazas. Para contrarrestarlas, la izquierda progresista subrayó la B y esgrimió su argumento clasista preferido: la cultura.
Ante la opinión pública, La Resistencia se convirtió en La Pestilencia. Y se menciona tapándose la nariz. Según la narrativa caviar, La Pestilencia defiende a las universidades chicha y cacarea sobre el comunismo sin haber leído al respecto. La derecha bruta solo pisa las librerías y las Ferias del Libro para protestar allí y tirarles tomates a Sagasti u Olivares.
La izquierda exageró los alcances nocivos de La Pestilencia. Su narrativa convirtió a cuatro gatos revoltosos en una célula fascista. Dentro de esa lógica, la funa con tomates a la librería El Virrey donde se anunció a Vladimir Cerrón fue casi como Kristallnacht.
En la campaña de 2021, la progresía trazó la línea. Mientras la derecha votaba por sus bolsillos, la izquierda votaba por memoria y dignidad. Es decir, por los valores posmateriales propios de la gente bien, de la gente decente que no anda pensando solo en su bolsillo (quizás porque no lo necesita). La crítica a las manifestaciones de la derecha venía desde la nueva “gente decente”, la “gente bien” que vota por valores morales, arrugando la nariz frente a La Pestilencia.
Como la “gentita” o la GCU, lo ‘caviar’ es un concepto aspiracional. Ser caviar es un tema ético más que ideológico. No es política: es moral. No es lucha de clases: es clase. No es Marx, sino la China Tudela. Por eso, decirle ‘caviar’ al activista zurdo no es insultarlo, sino blanquearlo, darle estatus de persona culta y decente con apellido de avenida. Y por eso la izquierda gana el debate y tiene el cuasi monopolio de la indignación y la protesta.
Para ejemplo, un botón. Hoy, las bolsas de basura de las protestas contra la dictadura fujimorista son parte de la muestra “Pon la basura en la basura”, del colectivo Sociedad Civil, alguna vez expuesta en el MALBA con texto de Gustavo Buntinx. La diferencia no es política, sino ética y estética: las protestas de la izquierda son arte. Las de la derecha, basura.
UNA HISTORIA VIOLENTA
Afortunadamente, la lucha ideológica se está equilibrando. La funa chilena y el escrache argentino lo hacen tanto la izquierda como la derecha. Acaso Milei sea el ejemplo más preclaro del “populismo libertario”, bello oxímoron que le ha robado los formatos al peronismo más descamisado. Y en Perú la cosa es parecida. En la era de la protesta perpetua, la única ley que impera es la ley de la calle. Y la calle es de todos, como suele suceder.
La autopista digital también juega su partido. Las nuevas manifestaciones ya no solo implican marchar y protestar, armar pancartas y plantones. Ahora también se viralizan ataques, se apana digitalmente y se trolea a mansalva. Se bloquea, se invisibiliza y se manda la portátil digital. Se ‘hashtaguea’ de madrugada, se arma un pogromo 2.0 o se forja una denuncia de acoso virtual. Se llama a boicotear programas o anunciantes de canales. Se conmina a apagar la TV o la laptop. Se exhorta a no comprar un determinado producto, a no ir a una tienda particular o hasta a no ver a un determinado periodista. Y, sobre todo, se cancela culturalmente a los rivales políticos, sea como sea.
Pero no es que la vieja cachetada en el supermercado se haya ido. Cada cierto tiempo vuelve el tradicional escupitajo a Nixon, el insulto en la cola o el conchatumadre en el café. Quizás porque, si hablamos de las acciones violentas, estas llevan ya décadas en nuestra cadena genética familiar. Habría que remontarnos a las peleas a ‘pirulazo’ limpio y manopla entre ‘búfalos’ (APRA), ‘coyotes’ (Acción Popular), ‘chitos’ (PPC), sin dejar de lado a los matones odriístas, los ‘rábanos’ y los ‘rojos’ de Construcción Civil del siglo pasado. Como hace casi cien años, la violencia partidaria se siente en las calles y los políticos van presos sin sentencia.
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