Los activistas que defienden la ecología y la biodiversidad no fiscalizan a los individuos que incendian descontroladamente parcelas de la selva para el cultivo personal. Tampoco persiguen a los mineros ilegales que destrozan el medioambiente con mercurio para sacar oro. Lo mismo ocurre con la pesca negra, en la que pocos persiguen a las pequeñas embarcaciones que le sacan la vuelta a la ley. Y algo análogo se ve en el rubro de la salud, en el que casi nadie cuestiona el lobby que hacen las pequeñas boticas, organizadas para petardear la distribución de medicamentos.
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Siempre es más fácil criticar a la gran empresa. Al monstruo transnacional, al empresario peruano que sale en las encuestas de poder. Al gran capital que es el elefante en medio de la sala regional. A la minera que paga impuestos, pero cuyo canon no se ejecuta. A la gran corporación del hombre más rico del Perú.
La narrativa siempre cuenta la misma historia. Un David ecológico se enfrenta a un Goliat corporativo; a una hidra con tantas cabezas como razones sociales; a un cuco con testaferros, políticos en planilla y buena prensa. Lo vemos en reportajes, denuncias y hasta en ficciones cinematográficas.
Sin embargo, lo que vemos ahora es el accionar de pequeños (y no tan pequeños) grupos organizados con una red de intereses y lobbies en el Congreso. Y combatirlos es muy difícil por su poca visibilidad y su aura reivindicativa y nacionalista.
Aunque la izquierda diga que no, la gran empresa formal es fiscalizable y hasta judicializable. Toma años y mucho esfuerzo, pero hay casos. Lo realmente difícil es enfrentar a un enemigo casi invisible, a varios David que tienen la narrativa victimista de su lado.
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