Alan García en su última aparición se observa la herida de bala que se ocasionó el día que dejó la embajada de Uruguay. (Hugo Pérez/GEC)
Alan García en su última aparición se observa la herida de bala que se ocasionó el día que dejó la embajada de Uruguay. (Hugo Pérez/GEC)

“Ha fallecido . ¡Viva el Apra!”. Así lo anunció con la voz entrecortada Ricardo Pinedo, secretario personal del exmandatario. El dos veces presidente del Perú se había suicidado: casi cuatro horas antes se disparó a la cabeza en su habitación. Faltaba un mes para que cumpliera 70 años. Pero la posibilidad de ingresar a prisión y no volver a salir más del confinamiento lo atormentó al punto de definir su partida. Los apristas reunidos en las inmediaciones del Hospital Casimiro Ulloa, adonde la Policía había llevado su cuerpo aun con vida, respondieron acongojados. “¡Viva el Apra! ¡Viva Alan García!”.

Horas antes, la noche del martes 16 de abril de 2019, el fiscal Henry Amenabar Almonte se enteró, cerca de las 11, que sería el encargado de acudir a la casa del expresidente para detenerlo.

Alan García a un año de su muerte

Momentos antes, el fiscal José Domingo Pérez recibió por correo electrónico la orden de arresto emitida por el juez Juan Carlos Sánchez. Pérez no podría acudir a la diligencia porque ese mismo día tendría una audiencia con otro exmandatario investigado: Pedro Pablo Kuczynski; se amanecería preparando su exposición, por eso designó a Amenabar.

Pérez esperaba ese momento. “Si yo no despierto, vas tú solo”, le dijo a su adjunto la noche anterior.

Alrededor de las 6 de la mañana del miércoles 17, Amenabar llegó en taxi al cruce de las avenidas República de Panamá y Benavides, en Miraflores.

Había acordado encontrarse con el comandante Guillermo Castro Aza, miembro de la División de Investigación de Delitos de Alta Complejidad (Diviac), en ese punto. Ataviado con un chaleco negro de la Policía, Castro recogió al fiscal. Raudos, se dirigieron a la casa del líder aprista en el mismo distrito: una casa grande pintada de amarillo ubicada en una esquina, entre las calles Manuel de Freyre Santander y Aurelio Fernández.

En el lugar encontraron a algunos periodistas. Pero también estaban otros agentes de la Diviac camuflados como fotógrafos.

La vigilancia en la casa de García había empezado a desplegarse cuatro días antes de su muerte. El domingo 14 el fiscal Pérez dispuso la vigilancia. Ya le había requerido al juez la detención y necesitaba tener localizado al investigado.

Así se constató que el exmandatario salió solo una vez de su casa y lo hizo con dirección a su oficina de la Universidad San Martín. Esa única salida sucedió el 16 de abril, el día que ofreció su última clase en el Instituto de Gobierno y su última entrevista a la prensa.

Para ese momento, el arresto del expresidente era inminente. La Fiscalía ya había establecido que su exsecretario presidencial, Luis Nava, y su amigo Miguel Atala habían recibido 4 millones de dólares ilegales de Odebrecht. El resto de la información apuntaba a que García Pérez era el destinatario final de ese dinero.

“¿Es usted consciente de que esta entrevista puede ser la última que dé en libertad?”, preguntó el periodista Carlos Villarreal de RPP.

“Muchas veces he escuchado eso y nunca se ha cumplido”, respondió García.

“Pero, sinceramente –insistió Villarreal–, ¿está usted preocupado, nervioso o temeroso de una medida radical?”. El exjefe de Estado soltó una risa. “No”, refutó sin la seguridad con la que muchas veces se le vio encarar a los periodistas.

“Yo confío en la historia, soy cristiano, creo en la vida después de la muerte, y creo tener un pequeño sitio en la historia del Perú”, agregó, ocultando que vivía sus últimos días mirando a la muerte como su gran escape.

“¿ME VAN A DETENER?”

Amenabar tocó el timbre de la casa a las 6 y 21 de la mañana. Vestía un terno gris, usaba lentes de montura marrón, cargaba un maletín en el hombro derecho y llevaba en sus manos una orden de detención preliminar por diez días. Estaba por presenciar un episodio que quedaría grabado para siempre en su memoria.

La puerta se abrió a las 6 y 24. El fiscal y los policías de la Diviac se encontraron en un pasadizo que unía de izquierda a derecha el jardín con la cochera y dividía el acceso a la calle. Entonces, el comandante Castro ordenó a sus cuatro agentes desplegarse por los ambientes exteriores para evitar “alguna fuga del objetivo”.

“Esperen un momento, el señor García ya va a atenderlos”, comunicó la empleada Ana Verástegui, que había salido a recibirlos. Tras unos segundos, Amenabar y Castro subieron las gradas que conducían a la sala.

A las 6 y 27, García bajó hasta la mitad de las escaleras. Parado en el primer descanso tuvo un breve intercambio con el fiscal adjunto. “Vengo a notificarle una orden judicial, baje por favor”, espetó Amenabar muy calmado.

“¿Me van a detener?”, consultó García, que agachaba medio cuerpo para alcanzar a ver a su interlocutor. “Baje las escaleras, por favor”, reiteró el fiscal haciendo un gesto con la mano.

El expresidente, que llevaba un polo y pantalón azul oscuros y unas zapatillas Adidas de color negro, no hizo caso. Respiró profundo y dijo que llamaría a su abogado. Antes de retomar las escaleras hacia arriba, García enderezó su metro 90 de estatura, se detuvo unos segundos y se llevó la mano derecha al pecho. Tomó aire, el video registra un gesto de resignación, se disponía a tomar su propia vida.

Subió las gradas y, cuando estaba por llegar al segundo piso, sacó de su bolsillo derecho el revólver Colt calibre Magnum 357 que le había regalado la Marina de Guerra del Perú. Eran las 6 y 28 y el final estaba cerca.

Así fueron los últimos minutos de Alan García.
Así fueron los últimos minutos de Alan García.

EL ASILO

Alan García retornó de España acatando una recomendación de Luis Nava, su viejo confidente. Otros apristas le habían recomendado que no volviera. Temían alguna maniobra del fiscal José Domingo Pérez, quien ya había sorprendido a Keiko Fujimori en una diligencia a la que llegó libre y salió detenida.

Aun ahora, cuando se le pregunta a Nava por su jefe, el viejo aprista baja la cabeza en un gesto contrito. Se arrepiente de haber convencido a su amigo y líder de regresar al Perú.

El 15 de noviembre de 2018, acabadito de bajar del avión, el expresidente se dirigió a la sede de la Fiscalía en la avenida Abancay. Eran las 9 y 11 de la mañana y se encontraba en la puerta del edificio muy sonriente y lanzando besos con la mano. Una pequeña portátil, como era costumbre, exclamaba: “¡Alan presidente! ¡Alan no se vende!”.

Ya adentro y teniendo frente a frente al fiscal Pérez, se lanzó con un cumplido. “Oiga, usted se ve más joven que en televisión”, dijo haciendo una pequeñísima venia. Sin inmutarse, Pérez le notificó que el interrogatorio sobre el caso Metro de Lima, para el que había sido citado, se había suspendido.

“Hay un pedido de impedimento de salida del país en su contra”, le informó. El plan del fiscal había funcionado. Y García había perdido el control de la situación.

Cuarenta minutos después, al salir del Ministerio Público, ya no había sonrisas. El líder del Apra dijo, antes de subir a su camioneta Ford guinda, que el interrogatorio se había suspendido.

Los especialistas que lo analizaban, tanto en la Fiscalía como en la Diviac, sostienen que a partir de ese momento notaron el cambio en su actitud. “Es que esta vez no se iba a librar fácil”.

Dos días después de regresar de España, impedido de salir del país por orden judicial, García llegó a la casa del embajador de Uruguay, en la calle General Pezet en San Isidro, requiriendo asilo y aduciendo persecución política del gobierno de Martín Vizcarra.

El embajador Carlos Barros lo recibió la noche del sábado 17, pero el país se enteró al día siguiente. El domingo por la mañana, Barros llama al celular del entonces vicecanciller Hugo de Zela. Lo saluda cordialmente y le explica que lo llama a él porque el canciller Néstor Popolizio estaba fuera del país.

Carlos Barros

Le indica brevemente que el Gobierno uruguayo había aceptado acoger al exmandatario mientras se decidía si le otorgaba el asilo solicitado.

Esa misma tarde, la Cancillería informó al país que García Pérez había solicitado asilo político. El líder aprista quería repetir la jugada de 1992, cuando el gobierno de Colombia aceptó refugiarlo de la dictadura fujimorista. De Zela, quien ahora es embajador de Perú en los Estados Unidos, era vecino de Barros. Se veían casi todos los días cuando salían y llegaban a sus respectivos hogares. Pero cuando este conflicto empezó, la distancia se hizo presente.

Las formalidades diplomáticas, no obstante, se mantuvieron. El martes 20 el embajador Barros fue a la Cancillería para recibir una nota diplomática de manos de De Zela.

“La documentación que se entregó al embajador de Uruguay fue sobre los procesos fiscales abiertos contra el expresidente y nada más. No se hizo ningún comentario. Eso sirvió para que Uruguay se diera cuenta de que no había persecución política, sino que García era una persona que tenía investigaciones penales”, sostienen fuentes de la Cancillería.

En más de una reunión social, el embajador Barros ha comentado que el tiempo que tuvo a García en su casa “fueron los 17 días más sufridos de mi vida”. Consultado, se negó a dar más detalles: “No he hablado ni voy a hablar con nadie sobre ese incidente”, respondió.

Entre tanto, Alan García estaba confiado de conseguir su cometido. En su libro póstumo ‘Metamemorias’ (Planeta 2019) cuenta que el propio presidente uruguayo Tabaré Vázquez lo llamó un día después de ser recibido por Barros y le garantizó la protección que esperaba.

“Cuando le dije que no quería incomodarlo diplomáticamente más de lo necesario, (Tabaré Vázquez) me invitó a visitarlo en la casa presidencial para intercambiar opiniones, después de mi llegada a Montevideo”, escribió.

Pero el asilo le fue rechazado. De ese debate participaron, incluso, el embajador de Estados Unidos en Perú, Krishna R. Urs, y su par de la Unión Europea, Diego Mellado.

El primero dijo en una entrevista en la CADE, en Paracas, que estaba “convencido” de la independencia de poderes que existía en el Perú. Luego, Mellado lo secundó señalando a este diario que el Perú “es democrático”.

Si los pronunciamientos de ambos diplomáticos no fueron determinantes para la decisión del Uruguay, al menos inclinaron la balanza contra García.

En su libro, el expresidente dice que preparando su valija para abandonar la casa de Barros, el lunes 3 de diciembre de 2018, manipuló su revólver 38 Smith & Wesson Special y lo alistó por si algún opositor lo esperaba para agredirlo.

Narró que en ese momento el arma percutó accidentalmente y se hirió la mano izquierda. Fuentes cercanas a García, sin embargo, apuntan que no fue así, que esa fue, más bien, la primera vez que, en ese trance, intentó suicidarse.

TODO TERMINÓ

Cuando García empezó a subir las escaleras, el comandante Castro corrió tras él, pero solo alcanzó a verlo entrar a su dormitorio. Castro tocó la puerta a las 6 y 30 y le pidió al expresidente que la abriera. García reiteró que llamaría a su abogado.

El mayor Fredy Ordinola alcanzó a Castro en el segundo piso y fue en ese momento cuando escucharon el disparo que provenía de la habitación. Eran las 6 y 31 de la mañana del 17 de abril, hace exactamente un año.

Castro ordenó a Ordinola que ingresara al cuarto pasando por la ventana de la habitación del costado. Y pidió al suboficial Larry Sajuro que trajera el “toro”, como le llaman los policías al ariete que usan para derribar una puerta.

Alan García extrae el revólver cuando se dirige a su habitación. Minutos después se disparó en la cabeza. (Foto: GEC / Video: Cuarto Poder)

El mayor Ordinola aterrizó en el balcón del dormitorio de García. Tuvo que hacer un poco de fuerza para abrir la mampara. Presto, retiró las cortinas y al entrar encontró al expresidente tumbado al lado de la cama, muy cerca del velador.

Su cuerpo se encontraba boca abajo. La cabeza, apoyada de costado a un lado del colchón, emanaba mucha sangre, pero aún respiraba.

De acuerdo al informe de la Gerencia de Peritajes de la Fiscalía, Alan García Pérez se disparó a la cabeza mirando hacia las cortinas de su dormitorio. La bala atravesó su cráneo, impactó en la pared encima del televisor, y luego rebotó hacia el piso.

En el velador se encontraron cinco tipos de pastillas. Los médicos consultados refieren que esa medicación se usa para controlar a un paciente con depresión.

Presuroso, Ordinola abrió la puerta de la habitación para que Castro ingrese. Frente a la escena, el comandante dispuso trasladar al herido al hospital más cercano. Sajuro ya había llegado con el “toro”, pero lo dejó a un lado para levantar el cuerpo. El suboficial de segunda Jorge Chávez Celiz y el superior Máximo Araujo también se sumaron. Castro tomó la cabeza y Ordinola el brazo derecho, y entre los cinco cargaron a García hasta la puerta de la habitación. Pero antes de cruzar se dieron cuenta de que juntos no pasarían por el umbral y tampoco por las escaleras.

Ordinola, entonces, agarró la colcha de color melón que estaba sobre la cama y la deslizó bajo la humanidad del expresidente. Chávez lo ayudó. Improvisaron una especie de hamaca, Ordinola sujetó la manta por el lado de la cabeza y Chávez la tomó por los pies. Solo así pudieron bajar los 120 kilos que pesaba el herido que llevaban a cuestas. Al verlos, el fiscal Amenabar recién pudo comprender la magnitud de lo sucedido.

“¿Qué ha pasado?”, preguntó Amenabar con angustia. “Se ha disparado”, respondió Castro con algidez. El fiscal vio que la sangre se acumulaba alrededor del cuello de García y creyó que había gatillado el arma a esa altura de su cuerpo. Se sobrepuso y llamó a José Domingo Pérez, pero este no contestó.

Entonces, timbró al fiscal Rafael Vela, el líder del equipo especial Lava Jato. Respondió inmediatamente.

Del otro lado de la línea, una voz impactada, nerviosa, trataba de explicarle a Vela la tragedia. La noticia mortificó profundamente a todo el equipo de fiscales. Nadie anticipó una reacción tan definitiva y radical.

Los oficiales de la Diviac subieron a García a su camioneta Ford guinda, la misma con la que tantas veces recorrió las calles de Lima. Ordinola y Chávez se subieron junto a él en el asiento de atrás. Sejuro subió como copiloto y el chofer del expresidente, el superior Robert Alfaro, tomó el volante y partió raudo. El reloj marcaba las 6 y 37 de la mañana.

Desde que García había aparecido en lo alto de la escalera de su casa, habían transcurrido solo 10 minutos. Nada frente a toda una vida de éxitos y fracasos políticos, arrebatos, denuncias, acusaciones, prescripciones, redenciones y sospechas. Demasiadas sospechas.

En el Casimiro Ulloa confirmaron el deceso a las 10 y 5. Fin de una historia.

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