Por: Álvaro Rocha
Fotos: Turismo/Municipalidad de Lámud
El tiempo ya no transcurre. Parece gotear por mis dedos aferrados a la baranda de metal mientras me adentro en este inframundo jurásico, tan diferente al instalado en mis recuerdos. Hace 20 años, cuando ingresé por primera vez a Quiocta, la situación era diametralmente distinta. La oscuridad era absoluta; apenas distinguíamos el entorno en esta amplía caverna, con ayuda de débiles linternas de mano.
Y, aunque embarrados hasta el tobillo, mientras decenas de murciélagos aleteaban sobre nuestras cabezas, logramos advertir fabulosas estructuras, que se alzaban hasta rozar la cúpula de esta catedral de piedra, que se empezó a formar cuando los dinosaurios todavía eran los amos de este planeta.
Ahora, a diferencia de mis reminiscencias fantasmagóricas de hace dos décadas, la visita a Quiocta me pareció más a un juego de niños, como disneylandizado, solo que real.
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Transitamos por una plataforma elevada, evitando el contacto con el lodoso suelo, y pudimos recorrer los 525 metros de Quiocta, y, al mismo tiempo, admirar –gracias a un sistema lumínico que así lo permite– la textura y el asombroso color de las paredes que cobijan sus impresionantes formaciones geológicas, como la columna más voluminosa de toda la cueva (2.5 metros de diámetro por 7 de altura), que semeja un sabio pensativo.
Luego asoma una inusual y esbelta estalagmita que supera los 5 metros y a los que los guías llaman el Lanzón de los Chillaos, por una etnia precolombina que fue parte de la nación chachapoya. Hay otras, muchas, esculturas calcáreas, impresionantes todas, para detallar en este artículo, pero es imposible pasar por alto a la más sorprendente de todas. Se erige al final de la pasarela, y es punto obligatorio para los selfies, pues allí se levanta, cual montaña cónica, una soberbia estalagmita que se estira 9 metros sobre el suelo, cuya punta casi toca el techo y está rodeada de estalactitas que parecen hacerle reverencias, creando una atmósfera alucinante.
El experto francés Olivier Fabre, PhD en Arqueología Prehispánica, quién desde 2003 ha explorado numerosas cuevas en nuestro país, como miembro del Instituto para Investigación del Desarrollo (IRD, por su denominación en inglés), presenta algunas objeciones a esta puesta en valor de Quiocta, aunque no deja de reconocer que dinamizará el turismo en la zona.
Luces y sombras
Un día antes, una tarde con aguacero, abandoné Chachapoyas rumbo a Lámud, sin sospechar la grata transformación de Quiocta. Me acompañó para la despedida Neyra Alva, administradora del Hostal El Mirador. Pues bien, Neyra levantó El Mirador con un préstamo bancario en 2019, cuando parecía una buena idea porque en esa época la afluencia de turistas, nacionales y extranjeros, había alcanzado dimensiones inconcebibles años atrás.
Pero vino la pandemia y la pésima gestión de las autoridades locales y nacionales multiplicó los efectos la crisis sanitaria. Yo estuve en 2022 en Kuélap, tres meses después de que se desplomara la muralla sur, y las piedras caídas de este patrimonio histórico aún seguían a la intemperie, sin siquiera un toldo que las cubriera de la lluvia y otros elementos climáticos.
PromPerú es ahora una pálida imagen del buen trabajo que hizo a fines de los 90 e inicios de este siglo. El hecho es que el turismo se fue a pique (disminuyó un 70%), y recién está remontando. Muchos emprendedores del ramo cerraron o se declararon en quiebra. La misma Neyra estuvo a punto de perder su hotel.
De ahí la trascendencia de un Quiocta iluminado. Para Rolando Germán, cabeza de la operadora Chachapoyas Expedition, Quiocta, en 2019, ya era el tercer destino más atractivo de la región (después de Kuélap y Gocta), con 18,484 visitantes al año. Ahora se va a superar con creces esa cifra, pues en menos de dos meses, desde su inauguración el 6 de julio, hasta el 2 de septiembre de 2024, la municipalidad de Lámud, que administra este patrimonio, registra el ingreso récord a la cueva –ya puesta en valor– de 7,581 turistas.
Al fondo hay sitio
La mayoría de las cuevas en Chachapoyas fueron lugares sacrosantos, donde descansaban los restos de los antiguos pobladores de la zona. El arqueólogo piurano Gabriel More indica que la ocupación prehispánica de Quiocta, se remonta a 1,600 a.C.
Olivier Fabre explica que en Quiocta, salvo las pinturas rupestres en la entrada, no hay casi vestigios arqueológicos, pues ha sido profusamente huaqueada. “Pero nosotros hemos encontrado varias cuevas horizontales intactas, donde los chachapoyas han enterrado infinidad de cuerpos detrás de unos muros que ellos elaboraron, y encima hay terrazas donde depositaron todo tipo de ofrendas, así como cerámica y esculturas hechas de madera y piedra”.
El IRD ha publicado sus hallazgos en el Boletín de Lima y la información se ha trasmitido al Ministerio de Cultura. “Eso sí, no hemos divulgado la localización con GPS de muchas cuevas, porque estamos seguros de que, si lo hacemos, en dos meses la saquean y desaparece este importante patrimonio cultural”, remata el arqueólogo graduado en La Sorbona.
Sin embargo, una singularidad del Perú es que el 99% de sus cuevas son verticales, llamadas también tragaderos. Y Amazonas no es la excepción. Lo peculiar es que los cementerios chachapoyas también se hallan en estas cuevas de ingreso poco amable, donde hay que descender mediante la técnica del rapel.
“En casi todas las cuevas verticales que hemos explorado –cuenta Fabre– hallamos centenares de cadáveres por todos lados, incluso restos de muros a 200 metros de profundidad, pero cada hondonada tiene características especiales. Por ejemplo, en Chaquil, a 40 metros de profundidad, encontramos difuntos, y encima de cada esqueleto, más precisamente de su tórax, se observan los restos de un perro, que no es el perro peruano, sino otra raza que domesticaron los chachapoyas”, finaliza este investigador francés casado con peruana, y que ya sentó raíces en el Perú
En esta oquedad nunca me sentí encerrado, sino deslumbrado y hasta en contacto más íntimo con mi espiritualidad. La claustrofobia se activa mucho más en un ascensor limeño atestado de gente, donde vas apretado y rogando que no se vaya la luz.
En una cueva de estas, al contrario de lo que parecería, solo se experimenta un gran, interminable deslumbramiento
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