No se necesita ser un devoto acérrimo para que el corazón se te estruje con su sola presencia. Mi madre me contó lo que había sentido en el 88 y yo, tal vez, crecí con la ilusión de que cuando conociera al , los sentimientos serían los mismos. Y no me equivoqué.

Ya desde la llegada a , una ansiedad indescriptible me carcomía. Poco a poco empezaba comprender la importancia del acontecimiento que estaba por ocurrir.

Aunque al principio la ciudad parecía no comprender que estaba por recibir al Vicario de Dios en la Tierra, fue cuestión de horas para que el ambiente se transforme.

Gente de diferentes puntos del país y de Latinoamérica convergían en la pequeña Plaza de Armas de la capital de Madre de Dios al atardecer del jueves 18. Se había anunciado una vigilia por la llegada del Papa.

Ni la lluvia ni el calor impidieron que los fieles rezaran, cantaran y bailaran. Una fiesta de fe, un conjunto de corazones a la espera de su pastor reflexionaban sobre las diferentes problemáticas en la ciudad.

Y el día llegó. Solo pude dormir dos horas. Todos despertamos temprano para acudir a la concentración que nos derivaría a cada uno de los eventos programados para el viernes. El sol aún no salía en la ciudad y las calles vacías adornaban la previa de la llegada de Francisco.

Partimos al instituto Jorge Basadre, lugar al que estaba asignado. El sol ya se pavoneaba sobre las decenas de miles de feligreses que esperaban con devoción infranqueable la hora cero.

A lo lejos, vi cómo la pantalla gigante ponchaba al Papa saliendo del coliseo. Un tramo de 40 —o tal vez 50— metros nos separaba. El Papamóvil arrancó y cada vez lo veía más cerca, y más, y más. Hasta que lo tuve frente a frente.

Las ganas de llorar fueron inmediatas. Una cascada de emociones caía sobre mí y no sabía cómo reaccionar. Un hombre tan sencillo, pero tan ejemplar, vestido completamente de blanco frente a mí. Hasta hubiera podido extenderle mi mano, pero permanecí inmóvil, estupefacto ante su presencia.

Habrán sido cinco minutos los que se tomó el Papa para recorrer el terreno y saludar a los seguidores; sin embargo en mi cabeza este momento se tornaba eterno. Bergoglio llegó a lo más alto del escenario y se dispuso a empezar su encuentro con la población.

Y su discurso caló. Conciso y digerible, entraba como la hostia en la misa a la que cada domingo solía asistir siendo pequeño y nuevamente, por unos instantes, mi fe volvió a crecer.

En una ciudad donde la minería ilegal, la tala indiscriminada y la explotación sexual de la mujer parecen ser el pan de cada día, Francisco no tuvo miedo de criticarlos, de encarar y restregar en la cara del pueblo la tarea que tienen pendiente.

"¡Esta no es una tierra huérfana, es la tierra de la Madre! Y, si hay madre, hay hijos, hay familia y hay comunidad. Y donde hay madre, familia y comunidad, no podrán desaparecer los problemas, pero seguro que se encuentra la fuerza para enfrentarlos de una manera diferente", exclamó el Papa frente a la multitud.

Francisco continuaba predicando su mensaje. Su dominio escénico y de la palabra me mantuvieron encantado durante los 45 minutos (y un poco más tal vez) que duró nuestro encuentro.

Pero no fue sino hasta en la que escuché las palabras que marcarían mi día y que le darían sentido a toda esta travesía que había emprendido.

"Todos necesitamos modelos a seguir; los niños necesitan mirar para adelante y encontrar modelos positivos: «Quiero ser como él, quiero ser como ella», sienten y dicen. Todo lo que ustedes jóvenes puedan hacer, como venir a estar con ellos, a jugar, a pasar el tiempo es importante. Sean para ellos, como decía el Principito, las estrellitas que iluminan en la noche".

El Santo Padre usó las palabras de uno de mis libros favoritos y no pude evitar las lágrimas. Nuevamente lo había logrado.

Francisco partió a Lima esa misma tarde, pero sus palabras aún rondan en mi mente. El mensaje que me queda es que debemos permanecer siempre unidos, mirando hacia adelante y superando cada adversidad. Ser como niños, porque de ellos está hecho el Reino de los Cielos.