Cuando Silvia se enteró que tenía VIH, su mundo se vino abajo. Vivía en Iquitos y era una mujer alegre y a la que le gustaban las fiestas. Se casó muy joven, tuvo su primer hijo a los 17 años y se dedicó completamente a su hogar. Tras su separación, 17 años después, recién comenzó a vivir lo que no pudo en su juventud. “Me sentí como el pajarito que salió a volar. Hice muchas locuras y entonces no había mucha información. Pensaba que el VIH era una enfermedad de homosexuales, pero me tocó por ser irresponsable”, manifestó.

Era el año 2001, cuando la infección era sinónimo de muerte y en el Perú aún no había medicamentos para el VIH. Muchas personas buscaban tratamientos, pero las que accedían a ellos eran privilegiadas. “Era como sacarse la Tinka, y yo tuve la suerte de llegar a Lima y que me incluyeran; pero recuerdo que el médico me dijo: ‘No lo comentes a nadie’. Y eso me hizo sentir muy mal, pues había muchas personas que lo necesitaban”.

Precisamente eso fue lo que impulsó a Silvia a convertirse en una activista por los derechos de las personas con VIH de Iquitos. “Lo primero que hice fue dar una conferencia pública para dar a conocer mi situación y pedir ayuda. Nunca lo oculté. Después de pasar por la etapa de duelo y de rechazo, y pensando que moriría, concluí que era mi deber advertir a otras personas para que no pasen lo que yo, y así lo hice”, rememora.

Silvia tuvo que luchar contra la mirada de la gente, contra la discriminación y el estigma, pero se sentía fuerte porque su familia la apoyaba. “Fue duro pero grato porque se empezó a hablar del tema en Iquitos y tras una ardua lucha, conseguimos que en 2004 Loreto fuera la primera región después de Lima en recibir el tratamiento”, dice.

Luego vinieron nuevos retos. Silvia se conmovía con los casos de las mujeres con VIH que vivían en zonas alejadas y que morían dejando niños huérfanos. Entonces comenzó a acogerlos; primero fue uno, luego dos y casi sin darse cuenta ya eran muchos. Ahora tiene un albergue con 11 hijos con VIH a los que no solo brinda alimentación y abrigo, sino que también se preocupa por su futuro.

“La menor tiene 9 años y el mayor ya tiene 19 y está estudiando administración. Nuestra meta es darles a todos la oportunidad de desarrollarse”, dice Silvia con orgullo.

Actualmente, la mujer de 60 años colabora con la ONG AHF en las pruebas rápidas y el diagnóstico del VIH. Aunque reconoce que no ha terminado de asimilar su enfermedad y le afecta mucho ver morir a una persona, también sabe que debe cuidarse y estar bien porque aún tiene 11 hijos a su cargo por quienes luchar para salir adelante.