TEXTO Y FOTOS: RENZO SALAZAR

Luis Strauch y Washington Martínez son dos hermanos argentinos que llegaron al Perú a trabajar. La vida los separó por más de treinta años pero hace menos de doce meses volvieron a encontrarse en la estación de trenes de Retiro, Buenos Aires. Lamentablemente solo fue por treinta minutos porque estaban a punto de alejarse. Otra vez.

Washington llegó el año pasado a Lima y empezó a trabajar en la pizzería Macata´s en Barranco. Todo iba bien hasta que la pandemia del obligó al Poder Ejecutivo a decretar el estado de emergencia nacional y aislamiento social obligatorio. Washington quedó desempleado y sugirió a la dueña de la habitación que le alquilaba en San Juan de Miraflores que le permitiera pagar la mensualidad en cuotas.

Iba a ser difícil conseguir otro trabajo que no sea afectado por la cuarentena pero temporalmente podía realizar labores de electricidad o gasfitería junto a su hermano. La propietaria no accedió.

Pasaron los primeros tres días y fueron echados a pesar de que cabía la posibilidad de que los pagos de alquiler se suspendan. Los hermanos fueron a una comisaría a consultar sobre sus derechos pero esa situación no le agradó a la dueña y no dudó en disolver de inmediato el acuerdo.

LA ‘CASA DE PLAYA’

Ahora viven frente al mar pero no como sus nuevos vecinos de la Costanera de Villa, Chorrillos, ellos están un poco más cerca. Toda una casa de playa. Lo toman con humor porque prefieren no llorar. Luis aún no comprende cómo alguien puede abandonarlos a su suerte en este momento donde todos somos vulnerables al contagio del nuevo coronavirus. Está seguro que en su país no sucedería lo mismo con un peruano ni con nadie que necesite un refugio para pasar esta etapa de incertidumbre, escasez de dinero, trabajo, etc. En este momento parece no servir mucho sus profesiones, uno es desarrollador de software y otro maestro panadero.

Hoy es el octavo día que dormirán en la arena y no cuenta como campamento porque les falta una carpa, un lugar cerrado para no respirar neblina por las noches o no exponerse tanto al sol en la mañana. Sus espaldas peladas y labios resecos los delatan. Ayer despertaron viendo una ola gigante que parecía que arrasaría con sus pocas pertenencias pero felizmente aún no sucede. Intentaron ir a la embajada de Argentina pero no pueden movilizarse por la ciudad porque ya no les queda dinero y los militares les prohíben el libre tránsito. Hasta les sugirieron que se queden ahí porque es un lugar despejado y solitario, perfecto para aislarse de los demás y evitar el contagio.

A la derecha está la cocina, que no es más que dos piedras sosteniendo una olla calentada con leña de cartones que la gente bota en la playa, una casa de nacimiento navideño y palos de madera que el mar trae a la orilla. Suficiente para cocinar arroz y freír un huevo o para hervir agua y tomarse un mate como buen argentino. Al lado izquierdo está el baño, también improvisado pero cumple su función.

Los serenazgos se acercan por ratos, algunos para regalarles agua o algo de comer y otros para tratar de botarlos pensando que están fumando algo ilegal. Ellos solo esperan que los que transitan por el lugar, no los confundan con vagabundos, es lo último que serían en su vida. Desean trabajar, vinieron para eso.