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Colección del Bicentenario 200 años de la Economía en el Perú: Los graves costos y pérdidas que nos dejó el terrorismo – I

En un creciente clima de dolor, zozobra e incertidumbre, desde 1980 el Perú generaba expectativas negativas, desalentadoras de la inversión. Nuestra economía no podía crecer así.

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Masacres Destrucción. Horror y muerte. Explosiones y tinieblas. La violencia del terrorismo golpeó al país durante veinte años desde 1980 y aún unos reducidos grupos persisten en dar manotazos en algunas regiones del país o de recurrir a fachadas para infiltrarse en organizaciones políticas y movimientos sociales. Los años de los atentados perpetrados por los terroristas fueron un periodo lúgubre de la historia del Perú que devastó los sueños y expectativas de un mejor futuro de millones de ciudadanos.
La historia del terrorismo empezó en el segundo gobierno de Fernando Belaunde, con las acciones del movimiento maoísta Sendero Luminoso (SL) que el 17 de mayo de 1980 robó y quemó las ánforas electorales en el distrito de Chuschi (Ayacucho). Los senderistas estaban encabezados por el genocida Abimael Guzmán Reynoso, preso junto con toda su cúpula desde 1992. A partir de 1983, este movimiento se volvió más agresivo en sus acciones letales, pero a esa situación se sumaron desde 1984 los ataques del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), encabezado por Víctor Polay Campos, quien ahora también está purgando una condena.
En 1985, el año en que finalizó el segundo gobierno de Belaunde y asumió Alan García Pérez, se cometieron 2,605 atentados terroristas, según el estudio del Instituto Nacional de Estadística e Informática. El 70% de esos actos criminales se concentraron en Lima y Ayacucho. Además de los crímenes que las agrupaciones terroristas perpetraron, sus graves acciones le costaron al país al menos US$21,000 millones actuales entre 1980 y 1992, según cálculos hechos en ese último año.
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La economía se contrajo debido al temor
El miedo que sembraba el terrorismo ocasionaba que las personas fueran cautas al acudir a establecimientos comerciales y que incluso desconfiaran de ir a los pocos centros de entretenimiento que existían, como los cines. El miedo de las calles y los centros laborales penetraba en los hogares, donde se contagiaba a las familias y de estas pasaba a su nivel de consumo que, finalmente, se veía reducido, nos explica el economista Carlos Parodi.
“Poca gente salía a los centros comerciales, menos a los cines u obras de teatro. En general, se salía muy poco, el temor era muy grande. La verdad es que cuando uno salía, no sabía si volvería. Es difícil de explicarlo, otra cosa es haberlo vivido”, comenta Parodi.
Debido a esta situación de incertidumbre fue común que las empresas invirtieran en seguridad y en contratar pólizas de seguro, las mismas que subían bastante de precio por los altos riesgos. Todo ello incrementaba los costos de operación, los cuales podían variar según el rubro, tamaño y ubicación de la compañía.
“Las empresas tenían que invertir en seguridad y, además, los continuos cortes de energía eléctrica, debido a que se volaban las torres de alta tensión, hacían que las compañías y negocios que funcionaban necesitaran equipos electrógenos. Los apagones eran cosa de todos los días. Fue una época de terror y de desconfianza generalizada”, recuerda Parodi.
Si bien es cierto que durante los años del terrorismo la crisis económica y la hiperinflación fueron un factor que afectó dramáticamente la vida y los bolsillos de los peruanos, resulta innegable que los atentados en las ciudades y las amenazas contra ciudadanos y empresas dañaron profundamente las expectativas de consumo e inversión.
De acuerdo con Parodi, una muestra de ese temor se vio reflejada en la extorsión que vivieron varias empresas y pequeños negocios, dejando un ambiente negativo y desalentador para la inversión, tanto de grandes como de pequeños empresarios: “La economía se contrajo debido al temor. Las empresas tenían que pagar cupos para no ser atacadas por el terrorismo. Todas las expectativas se tornaron negativas. Ninguna economía podía crecer así”.
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La vulnerabilidad del sistema eléctrico
Solo las pérdidas en infraestructura de transmisión de energía eléctrica (principalmente torres de alta tensión que los terroristas hacían volar continuamente) sumaron aproximadamente US$2,000 millones, según estudios de Desco. Este monto equivaldría a unos US$3,826 millones en la actualidad. El corte de energía, además, no solo ponía en tinieblas a los hogares, sino que afectaba la industria y el comercio al interrumpir la producción y almacenamiento de algunos productos, como, por ejemplo, los alimentos. La atención al público de los establecimientos comerciales también se veía severamente afectada y con ello los sueños de una generación de emprendedores.
Los cuantiosos daños que se registraron durante aquellos años y los constantes apagones fueron fruto de atentados que aprovechaban una vulnerabilidad del sistema eléctrico de aquel entonces: la dependencia de la generación eléctrica del Mantaro. Así lo explica César Butrón, expresidente de Electroperú y actual presidente de directorio del Comité de Operación Económica del Sistema Interconectado Nacional (COES), entidad que reúne a los actores del sistema eléctrico del país para planificar y coordinar su adecuado funcionamiento.
“En ese entonces no había un sistema interconectado como ahora. Había el sistema centro-norte, que era del Mantaro, que abastecía de energía a Lima, a los alrededores y el sur chico. Aparte había otro sistema en Arequipa, Tacna y Moquegua. En Cusco y Puno otro, y en el norte del país había algunos aislados. Por ejemplo, de Trujillo para el norte eran sistemas aislados”, comenta Butrón.
Entonces los atentados generalmente se hacían contra las líneas que llevaban energía a Lima. “Apuntaban a las que traían energía del Mantaro hasta la capital porque sabían que esa era la fuente de alimentación para la ciudad. Bajaban una o dos torres y había apagones en Lima. Esa era la estrategia”, recuerda.
Por ello era usual que ese tipo de ataques de Sendero Luminoso consistiera en atacar las torres y líneas de alta tensión que abastecían con energía del Mantaro a Lima, Ica y el norte chico, hasta Chimbote, explica Butrón: “Había más líneas en el sistema, pero esa era la importante y era la que atacaban. Evidentemente escogían las zonas de difícil acceso para que las reparaciones tomaran más tiempo y el apagón fuera más largo”.
Luego de años en los que el país y los peruanos debían lidiar con súbitas penumbras, los ataques comenzaron a reducirse a partir de 1993. La reforma del sector influyó en ello.
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“Hay que tomar en cuenta que, para ese tiempo, el gobierno de Fujimori cambió totalmente la regulación del sector eléctrico y deshizo el monopolio vertical que era Electroperú. Con eso se atrajo inversiones y se hicieron más líneas y centrales de manera que no se dependió solo del Mantaro. En los 80 el Mantaro atendía el 80% de la demanda energética del Perú. Luego eso ha ido variando y actualmente el Mantaro solo atiende el 22%. Entonces ahí hubo un cambio en el que se juntaron tanto la estrategia antisubversiva como más inversiones en nuevo equipamiento de generación como de transmisión de energía eléctrica”, destaca el presidente del COES.
Destrucción en las regiones
A nivel general, los ataques se extendieron durante los años 80 hasta iniciada la década de 1990 en varias ciudades del país y en la capital. Cuatro de las regiones más golpeadas por el terrorismo figuraban hasta la primera década del actual milenio entre las más pobres del país: Ayacucho, Apurímac, Huánuco y Huancavelica. Esta última aún se mantiene al final de la cola en cuanto a niveles de pobreza e índice de desarrollo humano.
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Los atentados y secuestros perpetrados por los grupos terroristas Sendero Luminoso y MRTA causaron daños y perjuicios económicos que ocasionaron que el país retrocediera varios años de crecimiento, desarrollo y bienestar. La guerra contra el terrorismo duró desde inicios de 1980 hasta el 2000. Sin embargo, la actividad terrorista ya estaba en declive en la última mitad de los años 90. El daño que causó ha tenido secuelas irreparables que persiguen a muchos hasta el presente, además de un clima de desconfianza y un temor que no ha podido desaparecer del todo, especialmente al ponerse en evidencia agrupaciones que tienen estrechos vínculos con Sendero Luminoso y que actúan como su brazo político, como es el caso del Movadef.
Los pequeños empresarios de regiones distintas a Lima también fueron afectados por el terrorismo. Fue el caso de un empresario ayacuchano, cuyos familiares cuentan la angustia y dolor que vivieron a finales de los 80 por los ataques de los que eran víctimas. Uno de esos casos fue el robo de mercadería que no pudieron denunciar por temor a represalias.
La familia cuenta cómo las ventas de la tienda de electrodomésticos que este tenía en Ayacucho disminuyeron dramáticamente en aquellos años. La crisis económica y la dificultad para conseguir que las últimas novedades tecnológicas que llegaban a Lima fueran trasladadas hasta donde se encontraban comenzaron a agobiarlo, hasta que un día hubo un fuerte robo en el establecimiento. Tras sufrir la pérdida de sus electrodomésticos y quedar agobiado por las deudas, ese empresario entró en quiebra.
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De esta forma, afectando tanto a comerciantes, pequeños empresarios, cooperativas y también a grandes empresas, el terrorismo terminó generando serias dificultades para las diferentes actividades económicas de la población, tanto en la capital como en otras ciudades. En ese contexto, la falta de oportunidades laborales empujó a quienes perdieron sus trabajos a ubicarse en actividades del sector informal o de poca rentabilidad, lo que no les permitió acceder a los ingresos necesarios para su subsistencia. A su vez, la informalidad laboral generó en estas familias condiciones de inseguridad e incertidumbre, que no tenían en la etapa previa al conflicto.
El experto en seguridad Pedro Yaranga cuenta que a raíz de los ataques y destrucción de la capacidad productiva muchas localidades y distritos del Perú aún no han logrado recuperarse, tal como sucede en el VRAEM.
El principal problema, explica, se centró hasta 1991 en los 180 kilómetros de la cuenca del Ene, donde quedaron sitiadas más de 30 mil personas. Muchas escaparon a los alrededores o incluso a las ciudades, de donde algunas retornaron, pero la gran mayoría no recuperó ni pertenencias ni sus tierras.
“De toda esa gente muy pocos se han recuperado. Muchos temen salir a las ciudades porque temen que los confundan (con terroristas). Sin embargo, ellos han perdido todas sus chacras, su casa, su ganado, todo. Muchos de ellos volvieron entre 1988 y 1995. Hoy varios son productores de cacao en la cuenca del río Ene, venden cacao de buena calidad. No obstante, a estas personas no les llegan los programas de reparaciones, nada. Ellos han estado tratando de recuperarse por su propio esfuerzo”, afirma Yaranga. Más de 25 años después, muchos peruanos como ellos aún se siguen recuperando.
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Vivíamos bajo permanente amenaza
Sendero Luminoso convocaba a ‘paros armados’, bloqueaba carreteras y asesinaba a choferes, amenazaba a los que menos tenían, quienes terminaban siendo los más perjudicados.
Uno de los objetivos de Sendero Luminoso era cercar Lima y, para conseguirlo, buscó bloquear la Carretera Central y la Panamericana Norte. Para eso convocaba a los llamados “paros armados”, con el fin de impedir la llegada de alimentos a la capital. El bloqueo de estas vías era más fácil para este movimiento terrorista porque alrededor había distritos pobres, mientras que los distritos aledaños a la Panamericana Sur eran de clase media, donde iban a tener menos llegada ideológica.
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Las personas más pobres terminaron siendo afectadas al ver perjudicadas las vías de transporte para el traslado de su mercadería, nos cuenta Pedro Yaranga, experto en seguridad y terrorismo. “Por eso, incluso hoy los pueblos más pequeños quieren tener su carretera porque los comuneros quieren sacar sus productos a la ciudad. En esa época se destruía las pistas. Entonces, por ejemplo, los carros que iban de Tocache (San Martín) a Tingo María (Huánuco) demoraban entre ocho y nueve horas, pero actualmente toma solo dos horas y media”, nos recuerda.
Los bloqueos generaban cuantiosas pérdidas, pero permitieron oportunidades para otros. Un ejemplo en la sierra central fue la familia Añaños, en Ayacucho, cuya actividad empresarial creció considerablemente durante los 80 por medio de la venta de bebidas gaseosas en localidades del interior del país. La oportunidad que aprovechó esta familia peruana fue el espacio que dejaron marcas más populares de gaseosas en ciudades de la sierra, pues el abastecimiento de estos productos desde la capital se detuvo debido al bloqueo de las rutas de transporte y el riesgo que representaba el continuo traslado de los productos. A pesar de casos como el mencionado, la mayor parte de las personas que tenían algún negocio o que realizaban actividades agropecuarias vio cómo se perjudicaron sus actividades comerciales. Tanto en sus localidades como respecto al comercio con otras regiones, la reducción de productos disponibles también originó menores oportunidades de intercambio comercial de los excedentes, especialmente de alimentos.
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Acciones intimidatorias
El bloqueo de las carreteras se daba muchas veces en el contexto de una convocatoria a un ‘paro armado’, que era una herramienta intimidatoria de Sendero Luminoso para forzar a la población circundante a acatar las medidas impuestas por la agrupación terrorista bajo amenaza de muerte.
Esta situación y la desconexión por el bloqueo de vías de transporte generaban tal pánico entre los habitantes de esas zonas que estos preferían quedarse en sus casas. Esto era parte de la estrategia senderista para generar una situación de inestabilidad hasta que se volviera insostenible, de modo que los ciudadanos sintieran que no había presencia del Estado. De esta forma se buscaba generar pánico para forzar al pueblo a unirse a las filas terroristas.
Los paros armados comprendían, entre otras acciones, la quema de vehículos municipales o de entidades del Estado, si estos se encontraban en la zona; saqueos a negocios y, cuando aparecía la Policía, crudos enfrentamientos.
Algunas de las carreteras bloqueadas donde más problemas ocasionaron fueron la ruta entre Ayacucho y Andahuaylas, en la vía de Los Libertadores, que comunica la Panamericana Sur con Ayacucho. En esta se llegaron a quemar 20 buses y asesinaron a una veintena de choferes.
En Lima, hubo un intento de ‘paro armado’ de 24 horas, el 20 de julio de 1989. En este, que fue el cuarto intento de paro, se detuvo a casi 8,500 personas sospechosas o sin identificación y se logró abatir a siete miembros de la agrupación terrorista.
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