Es notable el esfuerzo del equipo de Perú21 por llevar semana a semana un fascí­culo con la . El docu­mento resultante –elaborado a partir de fuentes primarias y secundarias– se conver­tirá sin duda en una referen­cia importante al momento de entender procesos econó­micos complejos, con múlti­ples actores y causas. Dentro de todas las conclusiones que se pueden extraer del mate­rial publicado, me permito en este espacio resaltar cuatro.

La primera es la relevan­cia del territorio nacional en el difícil entramado que es la economía peruana. Como bien lo ha notado el econo­mista Richard Webb en diver­sas oportunidades, la geogra­fía del Perú –con sus valles, desiertos, cordillera y selva– impone gruesas dificultades a la comunicación y el comer­cio. A la larga, los retos geográ­ficos impactan seriamente en la productividad. Esto, que hasta hoy, a pesar de los avan­ces tecnológicos, mantiene a varias zonas del país en rela­tivo aislamiento del resto de cadenas económicas, fue desde siempre un asunto pro­blemático. La conquista del territorio peruano pasa por la integración real de todos sus habitantes a las cadenas eco­nómicas modernas y a la serie de derechos ciudadanos que les corresponden. Se ha avanzado muchísimo en esta tarea pero, bajo la perspectiva expuesta, la conquista del territorio –aún en el siglo XXI– sigue siendo un tema pendiente.

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La geografía peruana, sin embargo, es también una bendición, lo que nos lleva al segundo punto. Durante su his­toria, el Perú ha experimentado diversos booms exportadores derivados de la explotación de sus recursos naturales. El salitre, el guano y el caucho generaron enormes ganancias y, en algu­nos casos, permitieron inver­siones en infraestructura que contribuyeron a la conectividad del país. Sin embargo, fallaron en dejar un legado significativo de bienestar público: sus exce­dentes tributarios en general no fueron bien utilizados, ni tam­poco pudieron integrarse con el resto de la economía, dotán­dola de mayor resiliencia y sos­tenibilidad.

Esto debería dejar lecciones importantes para los dos sec­tores exportadores clave de la época moderna: la minería y la agricultura. En el primer caso, el pago de regalías y canon que regresa a la región de origen del yacimiento minero, así como las cadenas de proveedores que nacen alrededor de cada pro­yecto, deberían sentar las bases para un desarrollo sostenible y diversificado. En el caso de la agricultura, la expansión de la frontera agrícola –a través de los diversos proyectos de irrigación hoy paralizados– es una priori­dad. El país requiere de estos dos motores más que nunca.

La tercera reflexión recu­rrente en la historia nacional es el daño que la debilidad insti­tucional –traducida en inesta­bilidad política, pero también en corrupción y en diversas for­mas de disfuncionalidad social– ha traído sobre la República. Los periodos de calma política en democracia han sido más bien la excepción durante dos siglos convulsos en los que el caudi­llismo, las intrigas, el autorita­rismo y el populismo tuvieron diversos momentos estelares. La erosión del tejido demo­crático es una pérdida en sí misma, pero también socava la capacidad del Estado para fun­cionar. Las brechas que vemos hoy en infraestructura, educa­ción, salud, y varios servicios públicos no se gestaron en las últimas décadas; son más bien el resultado de dos siglos de un aparato burocrático que –con honrosas excepciones– se ha mostrado displicente, inefi­ciente y preocupado por ser­virse primero a sí mismo.

Más poder del Estado sig­nifica usualmente más discre­cionalidad en sus decisiones. La expansión de las empresas públicas fue un grave error. Al mismo tiempo, las prácticas empresariales mercantilistas florecieron en este ambiente, creando una tóxica relación simbiótica con el poder polí­tico que beneficiaba solo a aquellos en la cima, en per­juicio de la gran mayoría. La mayor parte de este aparato se desmontó durante las refor­mas de los años noventa, pero nunca faltan quienes quieren resucitar las peores ideas de política económica.

Y con ello llegamos al último punto. Han sido 200 años de historia económica luego de la independencia y si algo deberíamos haber apren­dido, es que el progreso toma tiempo. Pequeñas diferencias sostenidas por décadas hacen una enorme diferencia hoy. Australia tenía el mismo PBI per cápita que el Perú en 1820. Hoy es cuatro veces mayor. La diferencia es que el PBI per cápita de Australia creció a un ritmo de 2.1% en 200 años, mientras que el del Perú lo hizo en 1.4%. No hay atajos para el progreso más allá de la mejora sostenida en la productividad; los atajos –esos que prome­ten prosperidad inmediata a cambio de libertades y respon­sabilidad económica– termi­nan siendo caminos sin salida. Y con esos ya nos hemos estre­llado lo suficiente.

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