Más que como una categoría racial, entiéndase aquí “blanco” como una clase o, mejor dicho, como una casta, un cogollo, una zona vip platinum a la que no es posible acceder tan solo cumpliendo el único requisito del color de piel. No es suficiente. No es solo un asunto cromático o de pantone. Tampoco basta con ostentar el necesario grosor de billetera. También es indispensable ser blanco de apellido para ser considerado “gente bien”. Y en este Virreinato del Perú no hay quien se atreva a tratar mal a la gente bien. No nos hagamos los cojos: un policía no arresta igual a un blanco que a un beige, un fiscal no lo interroga igual y hasta algunos jueces y juezas pueden, en el fondo, temblar un poco ante la sola posibilidad de que el acusado los maltrate en público como si fueran cajeros de supermercado que les dieron mal el vuelto. Esta calamidad –que no es nueva para nadie– vuelve a adquirir vigencia en estos días desconcertantes en que se organizan entusiastas teletones de celebridades exigiendo prisión suspendida para los delitos -perdón– para los pecadillos veniales de sus amigos. Como quien dice: para los cholos, Lurigancho. Para mis amigos, prisión suspendida. Y si lo piden con tanta frescura y espontaneidad, es porque saben que, en este país, moviendo los resortes adecuados es perfectamente posible que así sea. Por más de dos años, dicté un taller de escritura en el penal de Piedras Gordas 2 y ninguno de mis cuarenta alumnos era remotamente blanco, ni siquiera por accidente. Todos eran chicos indígenas o mestizos de barrio obrero y familia tan pobre que no podían aspirar a mayor defensa que a la condena anticipada de ser representados por un patético abogado de oficio. Tan pobre que no podían costear ni siquiera las más básicas coimas para sobrevivir tras las rejas ni aceitar los engranajes más elementales del sistema.

Llámenme resentido social con toda confianza, pero, en esos años transitando por pasillos penitenciarios, nunca me crucé ni por casualidad con presos de clase alta, ni siquiera de eso que llaman clase media “acomodada” y es porque, a la hora del veredicto judicial, la cuerda siempre se rompe por el lado más misio. Veamos, si no, lo ocurrido con la sentencia del caso de mi amigo José Yactayo: el 28 de febrero último, la jueza Melina Miguel Diego ordenó 18 años de prisión efectiva para Wilfredo Zamora por homicidio simple y tan solo 2 años y 8 meses de (la famosa) prisión suspendida para Aldo Cáceda Benvenuto por encubrimiento. Pero el empresario “blanco” Cáceda –residente en Miami– no es, pues, un simple encubridor. Es, a todas luces, un cómplice, un co-autor cuando no el autor intelectual del crimen. Era la persona que mantenía y pagaba todos los gastos del asesino, el dueño del departamento de Breña donde se produjo el homicidio, el titular de la tarjeta de crédito con que se compraron los pasajes para que el asesino huyera a Panamá apenas perpetrado el descuartizamiento, y no solo era el dueño del auto con el que se regaron los restos de la víctima por toda la ciudad, sino que… ¡era la persona que lo manejaba! Acompañaba al homicida y esperaba pacientemente a que se deshiciera de piernas y brazos por basureros, containers en mercados y hasta el río Rímac pero logró –¿cómo lo hizo?– convencer a la jueza de que “él no sabía qué era lo que llevaba en la mochila su protegido”. El insolvente y cobrizo Zamora deberá pagar cincuenta mil soles como reparación civil y el blanco y pudiente Cáceda, solamente diez. ¿Tanta benevolencia le habrá salido gratis?

Es lo normal y cotidiano aquí que el blanco que delinque, tarde o temprano, termine mandando a su cholo a cumplir la condena que, según la ley, le correspondía. Miremos, si no, lo que hizo, el 5 de mayo de 2017, esa máxima alhaja de nuestra pituquería llamada Guillermo Riera. Atropelló y mató a tres jóvenes (peruanos, pobres) en la Costa Verde y se fugó del país, no sin antes mandar a su empleado Alberto Yarlequé Purizaca (peruano, pobre) a echarse la culpa de todo, al más puro estilo del jardinero de “Relatos salvajes”. Y si no fuera porque los documentos de Riera fueron hallados cerca de la escena, lo más probable es que hoy viviría en Miami también y el que estaría preso sería Yarlequé Purizaca. Y seguramente condenado a muchos más años que los 7 años y 4 meses que le dieron a Riera. O lo que es lo mismo: 29 meses de cárcel por cada joven y promisoria vida que segó. Y que, con beneficios penitenciarios, buena conducta y méritos varios, seguramente se reducirán todavía más. Todo esto viene muy a cuento ahora que distinguidos integrantes de Patacláun, Esto es guerra, La Tarumba, el Grupo Frágil de Avenida Larco, Mar de Copas, Los Maldini y Los González han unido sus célebres voces para pedir, al unísono, prisión suspendida para, el regio conductor de Plus TV que, hace cinco años y medio, el 23 de agosto de 2012, atropelló a la señora María Elena Coronado de 69 años de edad que esperaba un taxi parada en la vereda, produciéndole la muerte cinco días después. Saettone se negó a pasar el examen toxicológico para descartar que hubiera estado conduciendo (a 90 kilómetros por hora) bajo los efectos de la cocaína, no se presentó a la lectura de sentencia, estuvo prófugo de la justicia, fue declarado reo contumaz y cambió once veces de abogado. Cuando salió de la clandestinidad en mayo de 2017 para darle una entrevista a Somos, declaró: “No siento culpa. Yo no me estaba escondiendo, estaba esperando que se hiciera justicia, porque todavía quedaba el recurso de apelación. ¿Qué pasaba si se revertía la condena? ¿Quién me devolvía a mí esos nueve meses de cárcel de mi tiempo de vida?”. ¿Y quién le devuelve su madre a la familia Galeno Coronado, ah? ¿Quién? Que Papá Chuiman e Yvonne Frayssinet hagan una encuestita en su féis para dar con la respuesta.

TAGS RELACIONADOS