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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,Un hombre en la luna

Qué riesgo tan grande corrimos cuando invitamos a los amigos de nuestra hija a la casa. Todo era impredecible, el humor de los niños es algo incierto, volátil, cambiante, inmanejable. Nadie puede manejarlos del todo, los niños son el caos puro, hay que aprender a adaptarse a ellos, si eso es posible. Y sabiendo que era un riesgo muy grande, decidimos correrlo. Qué bien hicimos: fue una tarde feliz, memorable, dedicada por completo a nuestra hija y sus amigos. Qué bien se siente uno cuando pone a un lado al pequeño dictador que lleva dentro y deja que los niños manden a su antojo. Es el caos y es la felicidad y es la vida misma reflejada en los ojos de los niños que miran con asombro, con miedo, con estupor, con una desconfianza que va cediendo, si acaso, muy lentamente. Es fantástico pasar una tarde así, sirviendo a los niños, a los amigos de nuestra hija. Uno se queda tocado por el amor puro que irradian los niños, por la mirada preciosa del más pequeño de sus amigos, un hombre tranquilo, un alma en paz, un ángel caído del cielo. En sus ojos me pareció ver a Dios, a la idea de Dios, sentí que en esa vida preciosa cabemos todos, que esa vida es también la de nuestra hija, la de todos los hijos que nacieron y los que no nacieron porque nos asustamos y pensamos que no los merecíamos. Besar a ese niño en la frente, sentir su tranquila inocencia, fue un momento maravilloso, inolvidable, que agradezco con emoción a sus padres, venidos de tan lejos.

Con qué alegría recibió nuestra hija a sus amigos, salió corriendo a recibirlos, diciendo sus nombres, repitiéndolos, tocándolos, mirándolos muy de cerca, acariciándolos en la mejilla. No se cortó, no se replegó, no pareció sentirse insegura ni celosa, los celebró con genuina alegría y supo compartir con ellos sus cosas, su espacio. Qué fuerza huracanada, inmanejable, la de nuestra hija: los toma de la mano, los lleva, los sube al saltarín, al columpio, al tobogán. Y salta con ellos y nadie salta más vivamente que ella y grita su felicidad y captura el aire, atrapa el momento, se instala plenamente en esos minutos eternos del atardecer. Todo en ese momento cobra sentido, se ordena, se ilumina, resplandece ante nuestros ojos asombrados. Con ella, con ellos, los niños que saltan y se asustan y lloran, con los que no se atreven a saltar como no me atrevía a saltar cuando era niño, volvemos a ser niños, renacemos. Todo lo que hemos planeado (la comida, las bebidas, los regalos sorpresas envueltos en papeles de colores) responde simplemente al deseo de contentar a nuestra hija y sus amigos. Queremos que se sientan en casa, que hagan lo que les dé la gana, que sean felices de una manera inmoderada, rebelde, briosa, espléndida, todo lo libres y felices que no nos dejaron ser cuando éramos niños y vivíamos aterrados de los humores volátiles de nuestros padres. Cómo cambian los tiempos, cómo se amansan las fieras, cómo se educan los genes, cómo civilizamos al pequeño déspota que uno esconde, cómo mandan ahora los niños. Y está bien, es mejor así, es más divertido cuando los adultos ponemos a un lado nuestra agenda belicosa, pugnaz, llena de chismes e intrigas, y servimos mansamente, rendidos, a los niños.

Ya luego no conviene pedirle a la mujer que actúe como princesita o al hombre que actúe como vaquero porque por lo visto nuestra hija se siente cómoda como vaquero y princesita y cambia de roles según va cambiando su humor y queda muy en evidencia que los individuos no son lo que mandan sus genitales sino lo que les dicta su sentido histriónico, su instinto más profundo. Y entonces las niñas son de pronto más intrépidas, más audaces, más valientes físicamente, y los niños son más comedidos, más tímidos, qué ternura me da ver todo eso, a las niñas vaqueros y los niños delicados, todo me recuerda muy vivamente el pasado.

Nuestra hija se ha inventado una lengua que no es la que oyó de sus mayores. Debido a su inventiva para hablar esa lengua pícara, los pajaritos son entonces papacitos y ella les tira migas de pan y les grita ¡vuela, vuela, papacito! Lento y pasmado como hoy, me toma unos segundos darme cuenta de que nuestra hija no está pidiéndome que vuele (que para el caso ya estoy volado, volando, sin que me lo pida y mucho antes de que naciera), les está hablando a los pajaritos, los papacitos, sus papacitos. Y ella corre y cuando corre, vuela, y cuando vuela, penetra la eternidad y se vuelve inmortal. Cuando una vida humana se expresa con tanta libertad y se define y adquiere una identidad tan nítida y transparente, da la impresión de que todo lo anterior fue el preludio o el prólogo o los ensayos para que esa vida ocurriera, existiera, se desplegara ante nuestros ojos, floreciera. No conviene tomar fotos, tal vez es mejor mirar, observar, abandonarse al momento, entender que todo lo poco que somos se justifica para que ellos, los niños, puedan jugar a su aire, desafiando el tiempo y redimiéndonos de nuestros fracasos. En cada niño, cada mirada inocente, cada tentativa por descubrir el caos maravilloso que es la vida misma, se nos presenta la oportunidad de aprender de nuestros errores y corregirlos y no repetirlos, no fallar de nuevo. Sabe Dios por qué fallamos, por qué fuimos tan empecinados, tan idiotas en afirmar nuestra autoridad, sabe Dios que tendríamos que no haber intervenido, no haber hecho nada para no equivocarnos, tendríamos que no haber sido humanos para no enfadarnos, no pelear, no reñir a los hijos. Sabe Dios por qué se crispó el aire, por qué se tensaron las cosas, por qué todo lo que era bueno y puro se echó a perder, se agrió, se jodió. Pero no porque las cosas estén jodidas se las vamos a joder a los niños que vienen llegando y no tienen idea de cómo o por qué se jodieron las cosas antes de que ellos existieran. Ellos se merecen, y nosotros nos merecemos con ellos, una segunda oportunidad, un segundo aire, un nuevo aliento, una nueva tentativa de acertar aunque nadie nos lo vaya luego a agradecer. Cada vida nueva, indefensa, débil, desprotegida, nos da la oportunidad de ser repentinamente unas personas buenas, tranquilas, de buena entraña. Toca estar del lado del más débil y pedirle al más fuerte que no se desborde, que no abuse de su autoridad, que sea compasivo y leal con el que se asusta, con el que tiene miedo a saltar, con el que bebe el agua con la beatífica mansedumbre del que nada pide y se contenta con agua: larga vida a los ángeles, a los querubines, a los niños que vinieron esa tarde a la casa a recordarnos que Dios existe y está en ellos, en cada uno de ellos. Y no es que me haga ilusiones de que Dios exista y pierda su tiempo juzgándonos y nos vaya luego a premiar o castigar y se entretenga jugando así, con nosotros, sus almas: tal superstición, tal quimera me aterra porque ni el mejor abogado defensor me salvaría de ser culpable y arder en el infierno. Pero de veras sentí que en ese niño, en esa mirada inocente y pura, vivía la idea de Dios, cabían mil años, estaban cifradas todas las vidas que fueron y serán. Lo demás no existe, lo demás son palabras, las palabras han sido inventadas para describir las cosas, las cosas pueden nombrarse de otra manera, todos los pajaritos pueden ser entonces papacitos. Vuela, vuela, papacito, grita nuestra hija y en ese momento eterno y fugaz somos inmortales con ella, gracias a ella. Ya luego cae la tarde y se van los niños y uno quisiera irse con ellos a ese territorio fantástico, inexplorado, que es el bosque perdido de la infancia, allí donde corríamos sin darnos cuenta, casi volando.