Volver a ser un niño.
Volver a ser un niño.

Era un sábado lluvioso en Miami. Nuestro vuelo a Los Ángeles debía salir a las seis de la tarde. El partido entre Perú y Uruguay comenzaría a las tres y media. Para no perdérnoslo, llegamos al aeropuerto a las dos de la tarde, pasamos los controles y a las tres en punto ya estábamos en el salón ejecutivo, frente a un televisor en medio del bar. No había peruanos. No había parroquianos interesados por el partido. El volumen estaba apagado. Los meseros no parecían conscientes de la importancia del juego.

Mi esposa Silvia y yo sabíamos que íbamos a sufrir, pero no imaginamos que sufriríamos tanto. El principal problema no era que los uruguayos jugasen mejor y atacasen sin tregua, poniendo en riesgo constante a los peruanos. El problema más grave e irritante era que cada cierto tiempo algún viajero despistado se sentaba en la barra del bar, bloqueando nuestra visión del partido, y yo tenía que pedir a los gritos, desesperado, que se moviera, lo que no siempre provocaba respuestas amables de quienes habían sentado sus posaderas en la silla elevada del bar que precisamente no debían ocupar, habiendo otras vacías en los extremos. Los meseros comprendieron que mi esposa y yo estábamos en medio de un asunto de importancia capital y nos ayudaron a mover a la gente de nuestro campo visual. Nuestra hija, mirando su tableta, se reía de mis gritos desaforados y pedía que me callase, pero era imposible no gritarle al bobo que se paraba o sentaba delante de nosotros, robándonos el partido unos segundos que parecían eternos.

Nadie gritó los tres goles uruguayos que luego fueron anulados, de modo que, a primera vista, no había uruguayos en el bar, pero nosotros gritamos con alivio cada vez que el árbitro, asistido por las cámaras, anuló un gol. Nos pareció un milagro que llegásemos a los penales. Los uruguayos habían jugado mejor y merecido el triunfo. La suerte, que es el jugador número doce, y cuya contribución resulta siempre decisiva, había jugado con los peruanos.

Antes de que los uruguayos pateasen sus penales, mi esposa, que es medio bruja, me dijo:

-Gana Perú. Gallese tapa un penal.

Para mi sorpresa, los peruanos ejecutaron magistralmente los penales, sin dejarse lastrar por la duda, el miedo escénico, o la pericia del portero uruguayo. ¡Cómo gritamos Silvia y yo cuando ganaron! Nos pusimos de pie, nos abrazamos y besamos, mientras nuestra hija nos miraba abochornada de que hiciéramos tamaño escándalo. Enseguida corrimos a la puerta de embarque y abordamos el avión que nos llevaría a Los Ángeles.

Estábamos tan felices que parecía que nosotros mismos hubiésemos jugado el partido. El fútbol posee esa cualidad mágica: aunque tú mismo no juegas, también juegas; aunque no has ganado nada, te sientes un ganador; aunque la alegría corresponde a quienes han prevalecido gracias a sus méritos, te invade una euforia tan grande como la de ellos. También tiene un efecto estimulante que opera sobre el sistema nervioso y cognitivo del espectador: durante el partido, nada más importa, todo lo demás es irrelevante, los problemas de la vida misma desaparecen o empalidecen, solo importa ganar, y si pierdes el vuelo por ver la tanda de los penales, no importa, primero ves los penales, luego vuelves a la realidad. Por último, el fútbol te recuerda poderosamente quién eres, de dónde vienes, dónde fuiste niño y aprendiste a ser hincha: aunque hayas vivido la mayor parte de tu vida adulta fuera del país en que naciste, como es mi caso, y hayas adoptado otra nacionalidad y viajes con otro pasaporte, como también es mi caso, cuando juega tu país, vuelves a ser quien eras y recuerdas cuál es tu tribu, tu ejército deportivo, tu sentido de la pertenencia, y entonces eres un peruano apasionado, fanático, hasta los huesos, y cuando ellos convierten el quinto y definitivo penal, gritas, como gritabas de niño:

-¡Vamos, Perú! ¡Vamos, carajo!

Ya en Los Ángeles, la primera sensación de felicidad ante el clima benigno se diluye tan pronto como entramos en la habitación y comprobamos que el televisor no ofrece la señal de Telemundo: y ahora, ¿dónde veremos el partido entre Perú y Chile? Por suerte, la gerente nos confirma que el bar tendrá Telemundo, de modo que allí podremos ver las semifinales. Pienso: de nuevo un bar, buena señal, si el bar del aeropuerto nos trajo buena suerte, quizás el del hotel prolongue la racha ganadora.

El miércoles, antes de que comenzara el juego o la guerra, Silvia me dijo:
-Tengo un buen presentimiento.

Ella es medio bruja y no falla. La amé. Sentí que la vida me ha premiado con ella, que estoy con la persona correcta, que, además de ser una amante deliciosa, es una amiga formidable y una futbolera sin remedio.
¡Cómo gritamos, despechados, cuando Cueva falló una clara oportunidad! ¡Cómo respiramos, aliviados, cuando Aránguiz echó afuera un gol cantado! Pero ¡cómo saltamos, gritamos y nos abrazamos, en medio del bar, asustando a las señoras, cuando Flores convirtió el primer gol! ¡No lo podíamos creer! ¡Perú iba ganando, y nada menos que a Chile! ¡Chile, que nos ganó la guerra, que invadió Miraflores, que se quedó con el Huáscar! ¡Chile, que tanto nos menosprecia! ¡Chile, que nos eliminó en semifinales hace cuatro años! ¡Chile, que pensó que el partido sería un mero trámite, un entrenamiento, un paseíto!

De pronto, al oír nuestros gritos y descubrir nuestras filiaciones, todos en el bar estaban con nosotros y eran peruanos: Francisco, el camarero mexicano, que me decía que había leído dos o tres libros míos (mencionó “La mujer de mi hermano”); dos señoras muy gordas, alicoradas, tomando vodka en la barra, desastrosas, adorables, gritando en inglés cosas procaces a favor de los peruanos; y la gerente del hotel, que venía cada tanto con galletitas horneadas con la bandera peruana.

Hubo un momento tenso, inesperado: entró una señora con aires de gran patrona o diva en declive, pidió el control remoto y cambió de canal, diciendo que quería ver las noticias. Salté como una bestia y le grité:
-¿Está usted loca? ¿No ve que estamos viendo el partido? Si quiere ver las noticias, ¡váyase a otro lado!

Le arrebaté el control y volví al fútbol. En ese momento, mientras la diva decadente me odiaba, un peruano ejecutó el pase maravilloso para la incursión pirata de Carrillo, quien desbordó al arquero y lanzó el centro para Yotún, que hizo fácil lo que, a primera vista, no parecía tan simple: amortiguarla y, sin demora, colocarla en el fondo del arco. ¡Cómo gritamos Silvia y yo! ¡Cómo nos abrazamos con las gringas alicoradas! ¡Cómo me abrazó el camarero Francisco, mientras me decía que “No se lo digas a nadie” le salvó la vida! Gritamos tanto, que la diva se marchó, ofuscada, diciendo que se quejaría ante la gerencia.

-¡Quéjese ante la Casa Blanca! -le grité.

Lo que sobrevino después del segundo gol fueron el sufrimiento y el éxtasis más grandes que había vivido en décadas. No había visto en mucho tiempo un partido tan perfecto de Perú. Todo lo hicieron bien. Pero ¡cómo sufrimos! ¡Cuántos ataques chilenos tuvieron sabor a gol y fueron conjurados por el portero, o por los palos, o por la suerte, que, de nuevo, jugó con nosotros!
Cuando Guerrero metió el tercer gol, Silvia gritaba y puteaba como una loca, y yo lloraba como un niño, como no había llorado en décadas. Y cuando Gallese tapó el penal, abracé a las gordas borrachinas, las besé en los labios, a riesgo de que me enjuiciaran por acoso, y les dije:

-Soy supersticioso. Ustedes nos dieron buena suerte. Así que el domingo nos encontramos acá en el bar. ¿Contamos con ustedes?
-Claro, por supuesto -dijo la más gorda, y me abrazó.

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