Un mandatario siempre rehuirá a lo impopular. Le espanta la idea de bajar en las encuestas, los titulares, que los pulpines efervescentes marchen por las calles y al debilitamiento político que abre el frente a todo tipo de embate. Pero en la historia reciente de nuestro país, nunca ha existido mejor coyuntura para pasar la tan imperante reforma laboral que la actual. El presidente Martín Vizcarra debería sacrificar un porcentaje de su popularidad y comerse cuanto levantamiento social acarré la reforma.

Con un partido oficialista diezmado, un presidente que ha dejado claro que no tentará una reelección y un alto nivel de aprobación, ¿qué impide a Vizcarra poner en marcha la reforma laboral que sacaría a miles de la pobreza? ¿Popularidad, reputación, o peor aún, miedo a la izquierda?

La necesidad de incorporar a más personas al mercado laboral formal estriba en que, cuanta más gente contribuya a la expansión de la economía, más impuestos se podrán recaudar para financiar los proyectos de infraestructura y desarrollo que necesita nuestro país. El problema es que los empleadores encuentran demasiadas pegas a la contratación y elevados costos en caso de despido, por lo que son más reacios a expandir su planilla.

El ministro de economía ya enfatizó que no habrá ningún recorte a los beneficios de los trabajadores en la próxima reforma laboral. Sin embargo, ¿de qué manera se puede hacer una flexibilización si no es disminuyendo beneficios y estabilidad, o espera hacerlo a través de medidas cortoplacistas y complementarias como exoneraciones tributarias y subsidios?

El presidente podría pasar a la historia como un reformador, que entendió que a veces lo bueno sale caro y que poco sirve para el futuro del Perú hacer política gobernando al ritmo de las encuestas. Esta es una gran oportunidad para muchos que buscan tener un trabajo digno en nuestro país.