La popularidad de Martín Vizcarra también bajo en el centro, norte y oriente del país. (Foto: GEC)
La popularidad de Martín Vizcarra también bajo en el centro, norte y oriente del país. (Foto: GEC)

¿Se imagina un mercado sin empresas? Los negocios serían manejados por individuos y, con suerte, sus familias. El día a día se limita a las necesidades inmediatas. La estrategia de largo plazo, que trascienda al dueño, no existe. Los negocios morirán con su titular.

Las empresas, por el contrario, transcienden la vida de sus dueños. Existen “stakeholders” (accionistas y clientes) con los que hay que mantener relaciones en el largo plazo. Las empresas crean marcas que se posicionan más allá de las caras de los CEO o los gerentes. Usted va al mercado a buscar Coca-Cola y no a James Quincey, su CEO al cual posiblemente nunca ha escuchado nombrar.

Apple sobrevivió a la muerte de Steve Jobs y Microsoft sobrevivirá al retiro de Bill Gates. La estructura de decisión de una empresa no se concentra en una persona, por más importante que haya sido su liderazgo, sino en mecanismos que representen los intereses de los “stakeholders”.

Los partidos políticos cumplen (o deberían cumplir) la función de las empresas. Deben tener horizontes diferentes a los de sus líderes temporales. Y deben ponerles límites cuando las acciones de los dirigentes se alejan de la sostenibilidad de la marca del partido.

Sin perspectiva de largo plazo, todo se vuelve coyuntural. Las agrupaciones políticas se mueven en el cortísimo horizonte de cada elección y buscan ganarlas a pesar de que ello implique sacrificar una futura alternancia ordenada en el poder o, incluso, la existencia del partido mismo.

Pensar en la Economía (así, con mayúsculas) implica pensar en instituciones sostenibles que transcienden el periodo de un presidente. Pero un presidente sin un partido o, lo que es lo mismo, un presidente más importante que el partido (como fue el caso de Alan García) solo piensa en el cortísimo plazo.
A Vizcarra no le importa el largo plazo. Ni siquiera el mediano. Solo le interesa su proyecto personal efímero y anecdótico como fue su caída con paracaídas a la presidencia. Nada le importa dejar algo pues no hay nadie (un partido) a quien dejárselo.

Toda su energía (y su mediocridad) se concentra es una supervivencia política efímera y sin transcendencia histórica. Lamentablemente es solo una expresión agudizada de lo que ha sido la historia republicana: una vida de política con caudillos y sin partidos.

Lo más paradójico es que la falta de visión de largo plazo no solo afecta la institucionalidad económica, en la que ninguna reforma tiene prioridad. Afecta también la institucionalidad política que él dice, engañosamente, defender. Lo hace en campañas tan mediocres como intrascendentes.

Vizcarra orienta sus reformas no a lo que el país necesita en el largo plazo, sino a lo que él necesita para ganarle la partida coyuntural a sus rivales políticos que, además, le hacen el juego del cortoplacismo.

Finalmente, Vizcarra será tan intrascendente en la institucionalidad económica como lo será en la institucionalidad política. Será una figurita más para llenar el álbum de los presidentes, pero habrá poco o nada que decir en la leyenda que describa sus logros.

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