El verano soñado.
El verano soñado.

Nuestra hija Zoe, de ocho años, ha salido de vacaciones de verano en el colegio. Mi esposa y yo fuimos a buscarla a la escuela. Al vernos, corrió con alegría y nos dio un gran abrazo. Se siente liberada. Ya estuvo bueno de tareas. Ha ganado todos los premios y medallas. Se merece unas grandes vacaciones. Tiene diez semanas libres. Volverá a la escuela a finales de agosto.

Esas diez semanas son una pesadilla en Key Biscayne, la isla en que vivimos. El calor se torna insoportable, el aire pesa y agobia, el sol castiga sin clemencia, los mosquitos se turnan para atacarnos. Todo el que puede, se va. Nosotros no podemos irnos. Queremos irnos, pero no podemos. Yo tengo la culpa. No puedo dejar el programa de televisión por diez semanas consecutivas. Mi contrato con el canal no me lo permite.

No queda entonces más remedio que tomarnos vacaciones cortas y volver enseguida a Miami para reanudar el programa. Estos días de junio iremos una semana a Madrid. En julio visitaremos Los Ángeles. En agosto, si el mar no está contaminado, viajaremos a Playa del Carmen. No puedo tomarme diez semanas de vacaciones. Me resigno con tres. Tampoco está mal.

No soy un hombre libre. Soy un rehén. El público que ve mi programa me tiene atado, en cautiverio. No puedo escapar diez semanas porque he firmado unos papeles recortando mi libertad, a cambio de dinero. ¿No es eso mismo trabajar? Te pagan, sí, pero, al hacerlo, te quitan espacios de libertad. Por ejemplo, te obligan a trabajar durante el verano. Si el programa hubiese fracasado, me habrían echado y tendría todo el verano para mí. Pero el programa tiene éxito. Soy entonces prisionero de mi éxito. El éxito me da en dinero lo que me quita en libertad.

Me aferro entonces al vicio tan humano de soñar. Sueño con el día en que ya no haga televisión. Sueño con ser libre, enteramente libre. Sueño con disponer de las diez semanas del verano para irnos con mi esposa y nuestra hija adonde nos dé la regalada gana. Sueño con hacer lo que hacen las familias ricas de la isla: apenas los niños salen de vacaciones, viajan a un lugar menos abrasador, más fresco, más propicio para la felicidad.
¿Adónde nos iríamos las diez semanas de vacaciones de verano, si pudiésemos dejar la isla todo ese tiempo? No hay día que no piense en eso.

Cuando salgo a correr, pienso en eso. Cuando manejo al canal, pienso en eso. Cuando el programa sale mal o regular, necesito pensar en eso. Cuando mi esposa se queja del calor y los mosquitos, le prometo que algún día me liberaré de la televisión y nos iremos adonde nos lleve el corazón. Mi esposa, que es mucho más inteligente que yo, sabe que, de todas las opciones razonables que barajamos para escapar de la isla durante el verano, Buenos Aires es la que más me atrae. Sueño con comprarme una casa en esa ciudad. Veo casas en venta casi todas las noches. Busco una casa con un jardín grande y muchos árboles, como la casa en que fui niño. Busco una casa en un barrio cerrado, con garita de seguridad. Busco una casa con piscina. Sé que seríamos felices. Mi mujer discrepa. Dice que la Argentina es un manicomio sin remedio. Se escandaliza de que yo quiera pasar tres meses en un país que parece condenado a la eterna decadencia. No comprende que lo que me une a ese país no son razones sino pasiones, y las pasiones son ingobernables. Se enoja cuando me ve mirando casas en Buenos Aires, haciendo consultas. Cuando le cuento que es probable que la expresidenta vuelva al poder, me reprocha: ¿No te das cuenta de que en ese país están todos locos? No son locos, le digo, son cholulos, fanáticos, adoradores. Porque, a fin de cuentas, son en parte italianos, cuando no españoles, y la relación que tienen con los políticos es la misma que con los clubes de fútbol: una de absoluta devoción y adoración. No es una relación racional: es un acto de fe, una pasión creciente y desmesurada, una locura vocinglera.
Mi mujer sueña con pasar los tres meses del verano en su ciudad favorita, Los Ángeles. El problema es que las casas allá son muy caras. Mi hija también ama esa ciudad. ¿Por qué ambas adoran Los Ángeles? Porque casi todas las ‘youtubers’ que ven a menudo viven en esa ciudad. Sienten que allí encajan, pertenecen. Es la ciudad perfecta, moderna, cómoda, relajada, para chicas como ellas. Es la ciudad de los sueños. La gente joven se muda allá a cumplir sus más locas y disparatadas ilusiones. Hay mucha gente linda y talentosa. Raramente llueve. El verano es benigno, de noche refresca y es un alivio. Yo no encuentro coraje para decirles lo que estoy rumiando: no pasaremos los veranos en Los Ángeles porque las casas son absurdamente caras.

Lo que nos lleva a la posibilidad de Nueva York. Mi esposa sostiene que esa ciudad le da ataques de ansiedad. No puede ser feliz allí. Hay demasiado ruido, siempre una sirena ululando; demasiado estrés, siempre gente apiñada, caminando a toda prisa; demasiadas ratas, siempre una rata olisqueando las bolsas de basura que apestan en las noches del verano; demasiadas personas en espacios reducidos. No le falta razón. Yo también sufro en Nueva York. Todo es demasiado caro. Las ratas son más grandes que nuestro perrito. El silencio, la quietud, el sosiego a que estamos acostumbrados son ofendidos por el fragor incesante de la ciudad, el estrépito de las construcciones, las bocinas, las sirenas. Siempre me he sentido un extranjero en Nueva York, no así en Buenos Aires ni en Madrid. No resulta arduo llegar a un acuerdo familiar: no será en Nueva York donde pasaremos los veranos cuando se me termine el circo de la televisión.

Quizás Madrid sea el punto intermedio de acuerdo feliz. Por eso estamos viajando estos días a esa ciudad. Quiero ver si mis mujeres se sienten a gusto allá. Por suerte nos tocarán días frescos, no demasiado calurosos. Es cierto que Madrid está lejos del mar, como alega mi esposa, y pasar tres meses de verano en una ciudad tan seca, sin ver el mar, sería extraño para nosotros. Le digo: si tenemos casa en Madrid, ya luego podemos ir a Sitges y pasar un par de semanas en la playa. Porque Sitges, la playa catalana, le fascina a mi esposa, y a mí ni se diga, es mi playa preferida en todo el mundo, no me pregunten por qué. Ojalá pasemos una semana estupenda en Madrid. Quizás entonces ella desista de Los Ángeles y yo de Buenos Aires, y firmemos una capitulación honrosa: será en Madrid, con escapadas a Sitges.

Si no hay acuerdo en Madrid, siempre nos quedará Lima. Allá viven sus padres y mi madre. Tenemos un apartamento. Bien podríamos pasar las diez semanas de vacaciones en Lima. Sería lo más cómodo. Pero, y esta pregunta me quema, ¿podríamos ser felices diez semanas de invierno melancólico en Lima? No lo sé. Diez semanas en Lima parecerían una eternidad. Me gusta estar en Lima, pero de paso, solo de paso, una semana, dos como máximo. ¿Y si es un prejuicio bobo el que tenemos respecto de Lima? ¿No tendría sentido comenzar probando con Lima y, si fracasamos, tratar luego con Buenos Aires o Madrid?

Estaremos la próxima semana en Madrid. Que los dioses nos sean propicios. Zoe conocerá esa ciudad, la ciudad que me hizo escritor. La llevaré a la biblioteca donde escribí a mano mi primera novela. La llevaré a la banca del parque donde leía las cartas manuscritas de mi madre. Y seguramente sentiré que todo eso lo estoy soñando.

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