Cualquier país comprometido con la democracia no puede titubear en su mensaje de solidaridad democrática ante lo que está viviendo el pueblo venezolano en el contexto poselectoral causado por el régimen dictatorial de Nicolás Maduro, demostrado violador de derechos humanos. Por eso las posiciones ambiguas, escurridizas y hasta contradictorias del premier Gustavo Adrianzén y del nuevo canciller han generado el rechazo de organizaciones civiles y de políticos en el debate público.
La diplomacia peruana, gracias a la postura firme contra la dictadura del exministro de Relaciones Exteriores Javier González-Olaechea, pasó de liderar la solidaridad democrática en la región a una posición condescendiente con el abierto fraude y la represión que ha desplegado el régimen para aferrarse al poder. Es cierto que nadie da lo que no tiene, pues algo que exige una diplomacia comprometida con la democracia y los derechos humanos es que quien la brinde tenga autoridad para ello, y ese no parece ser el caso del gobierno de Dina Boluarte y de las fuerzas que la sostienen. No olvidemos que Boluarte está en el poder gracias a que postuló con el proyecto político de corte autoritario de Perú Libre y de Vladimir Cerrón. El proyecto, aliados, documentos de partido y sus convicciones siempre tuvieron vocación autoritaria. Creer que esa tendencia va a desaparecer resulta muy candoroso y significa no prestar atención a que últimamente es más visible que las fuerzas autoritarias cooperan más entre sí que las democráticas.
Una de las primeras afirmaciones criticadas y con las que se estrenó el nuevo canciller Elmer Schialer fue: “Nuestra posición es a favor de que los problemas de Venezuela sean resueltos por los venezolanos”. Es una frase bastante conocida entre quienes quieren eludir los deberes de una diplomacia comprometida con la democracia y esquivar llamar a las dictaduras por su nombre. Una narrativa muy alineada a la clásica invocación de las dictaduras que piden el respeto a su “soberanía” y “la no injerencia en los asuntos internos” cuando se les cuestiona o denuncia por la violación de derechos humanos.
Las democracias modernas y todo lo que se ha avanzado en derechos humanos hace arcaica esa frase del nuevo canciller. Hoy, las diplomacias de países civilizados pueden alzar su voz ante abusos de derechos humanos en otros países, y queda claro que no es injerencia y que constituye más bien una obligación moral ineludible para tender una mano a quienes sufren los estragos de una dictadura. Por eso se oye tan falso que a estas alturas de lo que pasa en Venezuela nuestro premier muestre que su diplomacia se agota en pedir el reconteo a un régimen que ha dado claras pruebas de que no lo hará porque se ha declarado vencedor en un proceso fraudulento. Desde el Centro Carter, la ONU y otras organizaciones han afirmado que el proceso no se adecuó a estándares internacionales de integridad electoral y no puede ser considerado como democrático.
En un informe de esta semana, Human Rights Watch ha dado cuenta de que las autoridades venezolanas y los grupos armados partidarios del Gobierno conocidos como “colectivos” están cometiendo violaciones de derechos humanos contra manifestantes, transeúntes, líderes de la oposición y críticos del Gobierno, desde asesinatos, detenciones masivas y procesos penales arbitrarios. Se les suma la anulación de pasaportes y la búsqueda de una nueva legislación para cercenar el espacio cívico.
Esto es lo que al parecer pretende ignorar la actual diplomacia peruana entre palabras rebuscadas, y evasivas, que evidencian un cálculo para mostrarse como neutrales y más bien resulta en una condescendencia con una dictadura. No se puede ser neutral respecto de los derechos humanos, la memoria los grabará como aquellos que rehusaron el deber moral de ayudar a las víctimas de un régimen que ha emprendido una masiva y brutal represión contra sus ciudadanos.