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Redacción PERÚ21

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Beto Ortiz,Pandemonio

Ayer escribí sobre Venezuela y hoy también. Vergüenza ajena por los que han elegido el silencio cómplice. Los periodistas de allá se autocensuran, son amordazados o no tienen papel dónde contar la verdad de lo que sucede. Nosotros que aún podemos hablar, ¿con qué cara hablamos de otra cosa?

Como la mitad de mi inmensa familia materna vivió siempre en Venezuela, crecí comiendo arepas de reina pepiada, cachapas, carne mechada y empanadas de cazón, escuchando a los Billo's Caracas Boys en los cumpleaños en los que, junto al pisco y la Cristal al polo, se brindaba con ron Cacique y cerveza Polar. Viendo a mis tías preparar hallacas –primas hermanas de los tamales– y horneando pan de jamón para navidad. Me crié oyendo ese hablar cantarino y desenfadado que siempre los delata ni bien llegan. Escuchando, intrigado, las exclamaciones más insólitas –¡naguará!, ¡saperoco!, ¡cónchale, vale!– desde mucho antes de que se pusieran de moda las telenovelas de José Bardina y Lupita Ferrer. Mi tío Washi –uno de los felices emigrados– me dio a leer novelas de Rómulo Gallegos desde que yo era chamo o carajito. Aprendí que papaya, plátano y maracuyá también se decía lechosa, cambur y parchita. Que un rubio es un catire. Un creído, un echón. Un gringo, un musiú y un pituco, un sifrino. Tenía ocho años cuando mi mamá me dio el regalo que le venía pidiendo, probablemente, desde siempre: un viaje en avión. Y ese avión de la aerolínea Viasa nos llevó, por supuesto, a Venezuela, a la de entonces, a la abundancia de la Venezuela democrática de Rafael Caldera. El Metro, los autos del año, los shoppings de Sabana Grande y el teleférico del Monte Ávila fueron mi primera constatación de que existían ciudades modernas, prósperas y refulgentes como las de las películas, que el mundo no se terminaba en la entonces mustia y percudida Lima, que existían playas del color de un sueño como Los Cayos y Los Roques, aldeas de cuento como La Colonia Tovar, nieves maravillosas como las de Mérida, paraísos absurdamente bellos como Isla Margarita…todas postales imborrables del primer viaje de mi viajera vida.

La siempre esperada llegada de los primos venezolanos era una de las clásicas alegrías de mi infancia. Venían desde lugares cuyos sonoros nombres me sonaban extraños y hasta graciosos: Yaracuy, Cocorote, Maracay, Mucuchíes, Cunaviche, Chichiriviche, Barquisimeto. Venían una vez al año, casi siempre para el santo de la abuela y en sus maletas nos traían las deslumbrantes pruebas de una civilización desconocida. Allá por 1973, en plena dictadura del Chino Velasco, el Perú era –como la Venezuela de hoy– un país cautivo y triste donde los militares lo controlaban absolutamente todo: los diarios, los precios, los libros, los noticieros, los programas infantiles, todo, lo único que abundaba eran las expropiaciones, las protestas, las deportaciones y, sobre todo, las colas porque todo escaseaba, los anaqueles de las tiendas estaban vacíos, solo los hijos de los milicos envarados comían carne, estaba prohibido tener dólares, no existían productos importados de ninguna clase, si sabías inglés eras cómplice del imperio, y si no hablabas quechua, (había que decirle Taita Noel a Papa Noel) eras poco menos que un traidor a la patria. Es fácil entender entonces por qué recibíamos con tanta infantil expectativa a a estos primos embajadores del crecimiento económico, de la modernidad, del éxito, del petróleo. No solo porque esperáramos, con ansias, los regalos –éramos chicos y claro que los esperábamos– sino porque el solo hecho de asistir al ritual de apertura de las maletas era suficiente para quedar fascinados de contemplar, –cual nativos que vieran vidrios de colores por primera vez– todas esas cosas que aquí no existían ni en figurita: Toblerones, adidas, whisky, calculadoras, autos a control remoto, jeans Levi's, lentes Ray-Ban. La maravilla de poder convivir, en mi propia casa, con una cultura distinta me mostró un mundo asombroso que no imaginaba y me permitió descubrir que la vida estaba en otra parte.

Hoy la vida es imposible en Venezuela. A inicios del año pasado invité a mi tía Judy y a mi primo Eddy a visitarnos. Jamás imaginé el absurdo calvario que tendrían que pasar. Conseguir la cita –¡solo la cita!– para sacar sus pasaportes les tomó seis meses. Y para que al fin se los entregaran debieron esperar otros cuatro meses más. A fin de que tuvieran derecho a cambiar los 700 dólares que el gobierno autoriza como monto máximo (!!) por viajero, debí mandar por DHL la factura de la compra de los pasajes porque no había boleto electrónico que valiera. El tipo de cambio oficial es de 6.3 bolívares pero en el mercado negro te darán… ¡88 bolívares por dólar! Mientras esto escribo, un tercer estudiante: José Suárez de la Universidad de Los Andes de Mérida,25 años, se debate entre la vida y la muerte. En Caracas y otras ciudades, vecinos, amas de casa y estudiantes (o sea, lo que a los dictadores latinoamericanos le ha dado por llamar "el fascismo") siguen enfrentándose sin armas, contra la Guardia Nacional y, lo que es peor, contra los "colectivos" chavistas, bandas de matones en moto, pistoleros sin ley que siembran el terror en los barrios populares. Ni los diarios ni los baños tienen papel. Cuando hay manifestaciones callejeras, los canales y las radios cambian de tema. El internet es lentísimo y está intervenido. Las páginas web y los canales de cable que dicen la verdad son bloqueados. Twitter está censurado. El desabastecimiento es total y llega a niveles ridículos: para comprar una batería para tu auto, por ejemplo, debes anotarte en una lista, y, si tienes suerte, después de 20 días quizá la podrás comprar. Las fuerzas armadas y la inteligencia venezolana se han dejado penetrar a fondo por los militares cubanos. Los venezolanos no se resignan a que su país sea condenado a convertirse en una castigada provincia de Cuba. Al final de su visita, luego de recorrer supermercados mi tía y mi primo me dijeron que habían encontrado todo tan bello aquí que querían venirse a vivir al Perú. La noticia me alegró pero también me puso triste porque sé lo que es llegar al horrible extremo de querer irte de tu patria. De querer huir porque todo te obstina. Venezuela es el único lugar del mundo en el que obstinar es un verbo y cuando algo te aburre, te harta, te hastía: te obstina. Nadie debería querer escapar de su casa. Resistan, venezolanos: ha llegado el momento de demostrarle al mundo que tienen guáramo. Ustedes me entienden. Guáramo.

La noche del último viernes, en la primera manifestación de protesta en la Embajada –a la que fuimos juntos– mi amiga Carla sonrió cuando me vio todo de azul, amarillo y rojo y me preguntó si acaso me había vestido de Venezuela. Le dije que sí. Porque vestirte de lo que sientes un poquito tuyo no es disfraz. Así que, ahora más que nunca, mi corazón se ha puesto la vinotinto y está nuevamente listo para salir a pelear donde haga falta. Donde los demás se callen, allí donde los otros silben mirando para otro lado, allí estaremos para gritar ¡Venezuela, Libertad! con todita el alma llanera.

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