El vendedor de ilusiones
El vendedor de ilusiones

A menudo nos ocurre con los políticos algo parecido a los que nos pasa con nuestras antiguas parejas. Decepcionados, nos preguntamos: ¿cómo pude haber confiado en esa persona? ¿Cómo pude votar por ella? ¿Cómo no me di cuenta de que era una persona deshonesta, tramposa, miserable, ruin? ¿Cómo fui tan ingenuo en apoyarla, tan ciego en no advertir sus defectos?
También nos sucede con las personas que antiguamente amamos y ahora quizás deploramos. Desilusionados, nos preguntamos: ¿Cómo pude ser tan idiota de enamorarme de esa persona? ¿Cómo pude tener el mal gusto de desear a ese canalla, ese patán? ¿En qué estaba pensando cuando pensé que podía ser feliz con ese tarado, esa necia? Que me haya enamorado de semejante cretino, ¿no demuestra, mal que me pese, que yo también soy un cretino?

Los políticos, como los amantes, intentan seducirnos. El político despliega todas las técnicas de seducción para hacernos creer que nos conviene confiar en él. Para ganar nuestra confianza, exagera sus virtudes y soslaya sus defectos. Toda persona tiene una zona noble y un lado oscuro. El político no quiere que conozcamos su lado oscuro. Calcula que, si lo conocemos, no votaremos por él. Al ocultar sus vicios y defectos, las feas manchas de su pasado, nos miente a sabiendas. Al proyectar en tono épico, grandilocuente, sus supuestas virtudes, sus grandes triunfos, su amor a los pobres y su pasión por la patria, vuelve a mentirnos, porque construye una identidad tan heroica que ya no corresponde a su verdadera personalidad.

Con las parejas amorosas nos pasa algo parecido. El pretendiente necesita ganar nuestra confianza, no para llegar al poder, no para gobernar un territorio o un país, sino para conquistar nuestro cuerpo y luego gobernarlo. El pretendiente hace un esfuerzo para mostrarnos lo mejor de sí mismo y escamotearnos lo peor, a sabiendas de que, si conocemos lo malo que nos oculta, quizás no confiaremos en él. Ocurre entonces que el amante, como el político, elige mentir, o camuflar la verdad, para conseguir su objetivo. Teme que, si nos dice la verdad, y exhibe su perfil más humano y deleznable, dejaremos de confiar en él.

Dado que nos mienten para gobernar un territorio o gobernar nuestro cuerpo, es comprensible que, víctimas del engaño, nos hagamos una opinión errónea de ese individuo. Los pretendientes falsifican tanto su identidad, su biografía, sus intenciones, que, si son buenos embusteros, mentirosos creíbles y persuasivos, nos harán creer que son unas personas bien distintas de las que realmente son. Entonces, engañados, porque la mentira es un velo que nos impide ver las cosas como son, votamos por ese político o nos entregamos a ese amante. Esas personas han ejecutado cabalmente el operativo de seducción y nosotros hemos caído en sus telarañas.
Luego sobreviene la decepción.

Una vez en el poder, el político va mostrando su verdadera identidad. Entonces nos enteramos de que es un mitómano, un ladrón, un tramposo. Una vez en dominio de nuestro cuerpo, el amante se relaja, deja de sobreactuar sus virtudes, piensa que nuestro cuerpo ya le pertenece, nos ha colonizado, y se harta de fingir que es la buena persona que no es y se abandona a la placidez de ser quien de verdad es: un mitómano, un manipulador, un cínico, un vago.

Desolados, nos preguntamos: ¿cómo no nos dimos cuenta de que ese político era un mentiroso y un ladrón? ¿Cómo no advertimos que ese amante era un mentiroso y un vago? Nos sentimos unos tontos. Vemos la foto del político, del amante, y pensamos: cómo fui tan bobo de no sospechar que el corderito escondía al lobo. Y entonces nos decimos: todos los políticos son iguales, unos mentirosos despreciables. O todos los hombres son iguales, unos asquerosos manipuladores, solo quieren llevarnos a la cama y luego engañarnos.

Pero a veces no nos mienten y, sin embargo, terminamos decepcionándonos de todos modos. El político honesto, bien intencionado, se convierte en otra persona cuando llega al poder, o incluso cuando no llega. De eso ya no tenemos la culpa: el poder, la proximidad a montañas de dinero, la facilidad para robar, van corroyendo la honestidad del político, contaminándola, viciándola, al punto de tornarlo en una persona sucia que usa el poder para enriquecerse indebidamente. De eso no cabe duda: el poder raramente mejora a las personas, casi siempre las empeora. Y entonces nos preguntamos: ¿cómo voté por ese ladrón, esa alimaña, esa sabandija? Y la respuesta simple es: porque no era un ladrón cuando votaste por él, solo que, ya en el poder, la facilidad para robar y la certeza de que sus rapiñas quedarían impunes lo llevaron a delinquir. Luego el político va a la cárcel y nos sentimos unos estúpidos por no haber visto a tiempo al ladrón que nos embaucó.

Con las parejas amorosas nos pasa lo mismo. Quizás el pretendiente no miente para seducirte, se permite ser honesto y muestra su zona noble y su lado oscuro. Y lo aceptamos tal como es y nos entregamos a él. Pero luego el tiempo, que es una llovizna fina y persistente que todo lo erosiona, cambia a las personas, al punto que, años después, ninguno es quien era cuando nos enamoramos. Es decir que el amor unió a dos personas, pero ahora las separa porque el tiempo las ha convertido en unas personas tan distintas que el amor ya no resulta posible, se ha perdido, el tiempo lo ha enterrado bajo la arena del desierto del desamor. Cuando vemos una antigua foto nuestra, pensamos: es increíble, esa persona no soy yo, veo en ella a un extraño. Y es verdad: ya no somos esa persona. Seguimos habitando ese cuerpo, pero los rasgos esenciales del huésped han cambiado. Nos pasa igual cuando vemos la foto antigua de una expareja: esa persona se nos aparece irreconocible, vemos en ella a un extraño, un enemigo, un impostor. Pero cuando la conocimos era otra persona y quizás por eso nos entregamos a ella.

En mi país, casi todos los políticos poderosos, si no todos, terminan siendo unos grandes ladrones. En mi biografía sentimental, casi todas mis parejas me han traicionado, me han humillado. Lo que me lleva a preguntarme: ¿Cómo podemos darnos cuenta de que ese político es un ladrón? ¿Cómo podemos advertir que esas promesas de amor serán deshonradas? ¿Cómo podemos ver al lobo, sin engañarnos con el cordero?

Es bueno recordar que las personas no cambian, o cambian solo para mal. Los políticos que pasan por el poder sufren una suerte de radiación tóxica que los daña gravemente. Para sobrevivir, tienen que recurrir a sus zonas más innobles, sus instintos subalternos. El político que solo dice la cruda verdad no te seduce, no llega al poder. El amante que no hace un esfuerzo histriónico por mostrarse deseable, apetecible, no te conquista, no llega a gobernar tu cuerpo.

Entonces, ¿cómo podemos protegernos de los mentirosos, detectar a tiempo sus embustes, traspasar la niebla de sus sobreactuaciones y ver con nitidez quiénes son? No hay que creer lo que nos dicen, nos prometen, nos juran sobre su honor o la memoria de su madrecita muerta y en el cielo. Hay que ver lo que hacen, lo que han hecho. Una persona no es lo que dice, sino lo que hace. El ladrón no cambia, el mujeriego tampoco, el mentiroso menos. No prestemos atención a las palabras: miremos con frialdad los hechos, la conducta. Lo que han hecho antes de nosotros es lo que harán después de nosotros o lo que harán con nosotros. No cambiarán, no mejorarán, o cambiarán, si acaso, solo para peor.

La mejor manera de no llevarse grandes desilusiones es no hacerse grandes ilusiones. Y hacerse grandes ilusiones con los vendedores profesionales de ilusiones es, con seguridad, un error que nos costará caro.

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