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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,Un hombre en la lunahttps://goo.gl/jeHNR

Por supuesto, descartamos el tenis (quién quiere pagar para ver a dos hombres en zapatillas golpeando empecinadamente una pelota amarilla) y elegimos la película viciosa (quién quiere pagar para ver el cuerpo desnudo de una mujer entregándose a un número incierto de hombres lujuriosos: yo, yo desde que soy adolescente, yo hace treinta y cinco años, por algo me decían en mis tiempos de reportero en La Prensa 'El Vampiro de la Platea').

Más arduo que encontrar dos asientos en la pequeña sala de cine con aire conspirativo fue dar con un espacio donde dejar el auto japonés: media hora dando vueltas alrededor del cine, a la espera de que alguien desocupara el espacio reservado a los parqueos pagados que terminamos ocupando. Por qué nos cobraron por estacionar en ese barrio turístico: porque los estúpidos que competimos por pagar somos un ejército, estamos por todas partes como las hormigas: apenas un tonto se retira y se cansa de pagar, salta otro tonto (yo) que ocupa su lugar y desliza su idiotez en forma de monedas, tan contento. Y la felicidad no es una exageración o una licencia: uno atrapa presuroso ese espacio reservado al parqueo pagado como un cazador que dispara y mata a su presa o como un depredador y una ninfómana comparten unos minutos de auténtica agonía humana: puede ser placer como puede ser dolor, ambas cosas se confunden y entreveran en la película viciosa como en la vida misma.

Mi naturaleza me dicta ser compasivo con el adicto, con cualquier adicto a alguna forma de evasión de la realidad. Soy un adicto, lo he sido desde joven, no me resulta posible sobrevivir en permanente estado de lucidez o sobriedad, por eso me veo reflejado en cualquier adicto, en el alcohólico y el marihuanero, en el cocainómano y el pastillero, en el que se juega la vida en una carrera de caballos y el que se la juega en tres minutos de sexo con un cuerpo extraño. No me nace quitarle el trago al alcohólico, los sedantes al pastillero, el hipódromo y el casino al ludópata, hacer el papel de justiciero moral y privar al adicto a esas formas de evasión de la realidad a las que está familiarizado y tratar de rehabilitarlo, reformarlo, curarlo. No me nace: mi instinto me dice que el adicto está bien así, está contento así, necesita escaparse un rato de la insoportable realidad del mismo modo que todos necesitamos dormir, no me nace pedirle al borracho que sea abstemio y al pastillero que duerma sin pastillas y a la ninfómana que se abstenga y sea virtuosa y no se moje. No me nace: lo que me nace, lo que me dicta la curiosidad, es ir a ver la película viciosa del danés sobre la ninfómana para tratar de entender cómo una criatura humana se arroja a ese abismo y se suicida con cada cuerpo con el que confunde su aliento, sus fluidos, sus secreciones, su insana impaciencia por escapar de la realidad chata, gris, mediocre, insoportable. Las personas son no como deberían ser sino como desgraciadamente somos, y todos somos adictos a algo, a alguien, a alguna forma de ficción artística, religiosa, deportiva, sexual, todos necesitamos disolvernos en algún hechizo, algún embuste, alguna forma de irrealidad, sea un partido de tenis o una película viciosa.

La espantosa y fantástica contemplación de la película me lleva a una primera conclusión: si intentas reformar al adicto, si tratas de curarlo, si lo separas de la alquimia que necesita para escapar de la realidad, es muy probable que no consigas curarlo y lo mates en el intento. Eso me aterra, de verdad me espanta: que me quiten un día las pastillas con la noble intención de curarme y la abstinencia me resulte tan insufrible que me provoque un delirium tremens de necesidad mortal y pierda la vida viendo ratas imaginarias, cucarachas imaginarias, arañas imaginarias. Demasiadas ratas, arañas y cucarachas conozco ya como para morir imaginándolas: solo tengo que recordar mi biografía para sentir cómo se deslizan las víboras entre mis piernas, cómo caracolean, cómo silban anunciando su veneno. Esta es una imagen que me estremece, la del adicto que es llevado a una clínica y privado de las sustancias que adormecen su consciencia y nublan convenientemente su memoria y entonces termina siendo víctima de lo que le resulta insoportable, invivible, irrespirable: la realidad cruda, en estado puro. Quién quiere morir así: lúcido, consciente, plenamente sano. Pues yo no. Elijo morir dopado, intoxicado, elijo ponerme a dormir como se ponen a dormir a los animales cuando ya no pueden soportar el dolor y la pesadumbre y la angustia de estar vivos. Menudos insoportables son los predicadores, los virtuosos, los charlatanes, los que se jactan de no drogarse y estar todo el tiempo en condiciones de aprobar una prueba de alcoholemia o un control antidopaje: yo no quiero morir rodeado de curas y abstemios, de santos y beatas, de ex adictos rehabilitados y creyentes renacidos, no, no, ni a cojones, yo quiero morir como mueren los putos, los borrachos, las ninfómanas, quiero morir en mi ley y que me incineren rápido y no me entierren porque puedo ver al borracho que vendrá a mear sobre mi tumba.

Cuando salimos del cine con el aire culposo de los que salen de una función de película pornográfica en un cine decadente que huele a meado, recuerdo lo que ella me había dicho cuando le sugerí la película viciosa: te apuesto que cuando salgamos vamos a tener ganas de cualquier cosa, menos de tirar. Así mismo, mi amor, así mismo, dímelo a mí, 'El Vampiro de la Platea', dímelo a mí que dejé media vida regada en los cines del centro en horarios de comisiones periodísticas, dímelo a mí que todo lo que sé de sexo es lo que he visto en las películas porque carezco de hombría para investigarlo en la vida misma, y cuando he simulado poseer esa hombría he fracasado miserablemente y he regresado a evadir la realidad viendo cómo otros follan, cogen, tiran, singan, cómo otros se chancan, se machacan, se frotan, se friccionan, viendo cómo otros consiguen atrapar esos placeres tan humanos que a mí me han sido siempre esquivos, extranjeros. Cuántos adictos caben en mí: incontables: el adicto a las drogas, a las películas, a toda tentativa de erotismo y pornografía, el adicto a cualquier conspiración que nos prometa escapar un par de horas de la realidad y ser testigos de cómo una vida humana se deshace, se pierde, se dilapida. Soy en ese sentido un adicto a la irrealidad, a la ficción, a los señuelos y espejismos, al oasis puro, al paraíso imaginario, al lago de agua dulce que reverbera al final del desierto. No sé cómo tolerar la insoportable angustia de estar vivos sin buscar alguna forma de mitigar esa angustia y rebajarla y adormecerla, no me interesa llegar a los ochenta años cuidando la salud y aferrándome a la lucidez y la sobriedad, ciertamente prefiero morir contento que sobrevivir amargado. Porque además estoy seguro (y la película me ayuda a recordarlo vivamente) que ni siquiera es ya posible sobrevivir amargado hasta los ochenta años y que mis opciones a estas alturas se reducen a morir contento o morir imaginando ratas, arañas y cucarachas que vienen a comerme vivo. Somos ante todo mamíferos, animales, cuerpos vivos, es bueno recordarlo y entender que siempre llega el momento de que alguien nos ponga a dormir, para bien de uno mismo y de los que sufren nuestra agonía. No llamen a un cura, a mi madre, a mis hijas, no llamen a nadie por favor, en todo caso llamen a un veterinario y que nadie se oponga entre mis deseos de dormir y la alquimia que procure el descanso justiciero.