Falsas epidemias. (Getty)
Falsas epidemias. (Getty)

Me imagino paseando por un parque y me llama la atención, al cruzar por el área de juegos para niños, una menor colgada de un pasamanos. Da toda la impresión de estar en problemas y no parece haber un adulto cerca, o si lo hay, no se ha dado cuenta de la situación. De manera espontánea me acerco a ella y la tomo en brazos para ayudarla a descolgarse. Si en ese momento alguien toma una foto o el cuidador descuidado me ve, lo más probable es que me haya metido en un lío serio.

Obviamente es poco probable que pueda mostrar un documento de consentimiento que me exima de la sospecha de haber hecho una aproximación indebida y quizá ni le haya preguntado si necesitaba ayuda y una vez con los pies en la tierra, o incluso antes de tocarla, la niña reaccione con miedo. ¿Puede pasar? ¡Claro!, ya ha pasado, aquí y en muchos otros lugares.

Ayudar a un menor en problemas o que un menor recurra, cuando los tiene, a un adulto, aun si no lo conoce, es lo que se ha hecho desde tiempos inmemoriales. Pero la enorme desconfianza y el miedo —tema que toqué en una columna pasada— acerca del mundo circundante convierte esa circunstancia en un incidente eventualmente mediático o un escándalo en las redes y, con cada vez mayor frecuencia, un trance judicial.

El viernes antepasado estuve en Chincha hablando para un público general sobre criar hijos en un mundo interesante y riesgoso. De acuerdo que Dios no juega a los dados, pero sí, a veces parece, al ajedrez. ¡Justo el día en que se inició la búsqueda del director que violó a una niña de 3 años! De hecho, si hay algo que une a todos los medios de comunicación, a pesar de sus diferencias, es que en sus páginas casi no hay día que no haya una noticia de ese tipo, cuyos más mínimos detalles se extienden hasta el próximo caso.

Una pequeña digresión: morir de un cáncer a la piel es 100,000 veces más probable que ser atacado por un tiburón. Sin embargo, mucha gente que dice temer lo segundo en las playas no se pone bloqueador. Lo que ocurre es que las muertes por melanoma no llegan a las primeras planas, mientras que las causadas por un escualo asesino sí. Y la mente asume que de lo que todos hablan y llega a los titulares es lo que pasa con mayor frecuencia.

Los medios de comunicación tienen una enorme responsabilidad. Una parte del éxito o fracaso de las políticas públicas ante un problema obviamente serio como el abuso sexual depende de que la población tenga una idea de la frecuencia real de sus diversas manifestaciones. Y si hay algo que distorsiona prioridades, frustra medidas preventivas, punitivas, médicas —acá no se está juzgando cuáles son las más eficaces—, es dar la impresión de que se está en el medio de una epidemia y plantear estadísticas que no tienen contexto.

La enorme, definitiva, masiva mayoría de profesores —en general, de adultos— no viola a sus estudiantes o menores dependientes. Dar la impresión de ello, fuera de generar una perversa desconfianza entre las generaciones, debilita la lucha de la sociedad contra todas las formas de abuso.