Con mi rosa no se metan
Con mi rosa no se metan

En el colmo de la cultura dinosaurio de la que todavía no logramos librarnos, resulta que el restaurante La Rosa Náutica entregaba cartas diferenciadas a hombres y mujeres. Celestito para él, rosadito para ella. Con numeritos para él, sin numeritos para ella. Me recuerda a la época en la que vivía en la selva norte y, cuando se organizaba una fiesta en el local comunal, siempre había un animador con micrófono diciendo: “Pasen, caballeros, la rica cerveza a solo tres soles. Pasen, señoras, gaseosita para las damitas a solo un sol”. Esto sucedía en una zona con altos índices de pobreza extrema, analfabetismo, abandono y aislamiento, hace más de veinte años. Y probablemente siga ocurriendo, pues parece que las cosas no cambian, porque normal pues. Pero que ocurra en un restaurante donde se supone que los dueños y administradores tienen educación superior y acceso a información es un tremendo roche.

¿Me molesta que un hombre me invite y pague la cuenta? No. Lo que me molestaría es que, de plano, se me descarte como cliente, tratándome como un perro faldero al que, claro, cómo van a darle la carta, qué sabe la mascota de números, tarjetas de crédito, débito, efectivo, precios, independencia. No la aturdan, que pague su dueño. Pensándolo bien, La Rosa Náutica, para ser consecuente con su filosofía del romanticismo/machismo/troglodismo, debió poner un cartel en la entrada que diga: En este local se admiten mascotas y mujeres. Eso hubiera sido tan honesto, que quizás ahora no tendrían que pagar ninguna multa. Pero la empresa, en su defensa, en 2017, pues esta controversia no es nueva, atribuyó esta acción a que solo se realiza en momentos especiales, dadas las celebraciones entre parejas, como modo de crear un ambiente romántico. Un halago, digamos.

Quienes finalmente han votado a favor de la multa en la Sala Especializada de Protección al Consumidor consideraron que no es un halago o una deferencia para una mujer omitir información sin consulta previa sobre la lista de precios. Lo que me da pena de todo esto no es la multa, sino haberme enterado tan tarde de esa política de dibujo animado de Disney para niñas tontas. Es decir, de haberlo sabido, en lugar de comer locro en mi casa, me iba a ese glamuroso restaurante con mi esposa y mis tres hijas, para que todas tuviéramos cartas rosaditas y pudiéramos comer, como las gordas desesperadas que somos, todo lo que nos dé la gana, no solo sin pagar, sino sin siquiera enterarnos del precio. De hecho recuerdo haber ido hace unos años con una ex y no haber pagado, pero ella sí. Creo que yo me había puesto falda y ella bigote. Un éxito.

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