Foto: Difusión
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Los bienes y servicios a disposición del consumidor varían en sus grados de complejidad. Los productos más simples son inherentemente más transparentes respecto de su valor, los beneficios que generan o la utilidad que producen. Por ejemplo, una prenda de vestir o una golosina son en general productos simples y, como tales, muy fáciles de valorar antes de comprarlos, mientras que una cuenta bancaria o una aplicación son productos complejos y no son tan fáciles de valorar antes de usarlos.

Así, en el caso de los productos simples, al consumidor primero le gusta el producto, luego lo compra y finalmente lo usa. Por ejemplo, la secuencia más común en el caso de una prenda de vestir es que primero te gusta la prenda, luego la compras y después la usas. En cambio, con los productos complejos, la secuencia es distinta. Mientras mayor sea el grado de complejidad, más difícil se hace cualquier ejercicio de valoración que no parta de la experiencia. El consumidor no puede saber si un producto complejo le gusta si es que no lo ha usado y, si el consumidor no puede saber si le va a gustar o no, no cuenta con los elementos suficientes para decidir su compra.

Por ello, la secuencia más efectiva para la decisión de compra de productos complejos es distinta. Si primero usas el producto complejo, puedes darte cuenta de la utilidad o de los beneficios que produce, y si esos beneficios te gustan y te parecen valiosos, recién puedes decidir comprar con cierta confianza. Con los productos complejos primero los usas; luego de que los has usado, te gustan; y, recién después de que te gustan, compras.

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Esta pequeña distinción es muy importante para entender cómo enfocar más efectivamente los esfuerzos para la inclusión financiera. En la medida en que los productos financieros, como las cuentas de ahorro o los seguros, pueden considerarse productos complejos, la inclusión financiera será más efectiva mientras más simple y difundido sea el uso de los productos financieros más básicos.

La implementación de la cuenta DNI sigue esta lógica. La cuenta DNI, según la norma que la regula, es una cuenta de ahorros del Banco de la Nación que se podrá utilizar “para el pago, devolución o transferencia de cualquier beneficio, subsidio, prestación económica o aporte que el Estado otorgue o libere para el titular, así como para otras operaciones que fomenten el acceso y uso de servicios financieros por parte de la población”. Para abrir una cuenta DNI no se necesita ir a ninguna agencia del Banco de la Nación y los únicos requisitos para activarla son contar con DNI y poseer un número de celular. La cuenta DNI se puede crear sin necesidad de firmar un contrato y activarse con mucha facilidad.

De esta manera, la cuenta DNI permite, primero, fomentar el uso generalizado. Con ese uso generalizado, los beneficios de contar con una cuenta de ahorros se podrán valorar más fácilmente. Y, posteriormente, los usuarios podrán pasar más fácilmente a las versiones comerciales de otros instrumentos de ahorro y, así, se podrá fomentar, con más eficacia, la inclusión financiera. Esta lógica de complementariedad junto con los avances tecnológicos que hoy permiten ambientes de control sustancialmente más robustos también pueden ayudar a repensar el diseño institucional y el rol de la banca de fomento hacia adelante.

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