Parecía el panorama político español condenado a una semana de aburrida previsibilidad.
En España, el sistema no prevé la elección directa del presidente del gobierno ni la de alcaldes o presidentes regionales. Se vota a diputados o concejales. Y estos deciden quién los dirige. A falta de mayoría absoluta, cada día más difícil, el juego de los pactos puede dejar fuera de juego al más votado, porque no pudo pactar.
En una semana en la que nada parecía afectar al fluir político, solo azuzado por el tema de la pandemia, el vicepresidente del gobierno, Pablo Iglesias, aquel líder de los antisistemas que se jactaba de no pertenecer a la casta, ante la sorpresiva convocatoria de elecciones al gobierno regional de Madrid, último estandarte de la derecha española, desde su despacho oficial anuncia que se va del gobierno, para echar a la derecha de Madrid. ¿Pecado de megalomanía?
De Pablo Iglesias dicen los que le conocen que se aburría. Y que estaba molesto porque su gobierno le escondía información. Con sorna apenas contenida, lo critican ministros socialistas recordándole que gobernar es algo más que ver series de Netflix, a las que Pablo se dedicaba con fruición. Se trata de construir, de aportar, de trabajar. Y no de rendirse por aburrimiento ni de dejar en el peor momento un gobierno que él mismo se ha encargado de resquebrajar. Como vicepresidente, no se le conoce ninguna aportación decisiva. Salvo poner zancadillas a su gobierno. Ni siquiera en asuntos sociales, destacó en nada. Y era este su principal contenido. Hay políticos de talla como lo fue Bedoya, el Tucán, cuya vida ha abarcado la mitad de nuestra historia republicana. Y otros políticos que responden a los esquemas de este siglo: mucho tuit, mucha televisión. Y detrás… nada. Ni compromiso. Ni ideas.
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