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Una promoción con garra

“La promoción que hizo Scala Gigante a mediados de los 70 era la promo perfecta: un león saltarín y empático invitaba a la gente. Cada persona que entre en el local recibiría un chocolate gratis”.

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Tengo una idea

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Los publicistas solemos decir que las promociones deben apelar a la inmediatez. Una buena promo debe hacer que la gente reaccione en el acto, que se ponga de pie y vaya a la tienda. Desde ese punto de vista, la promoción que hizo Scala Gigante de Surquillo a mediados de los años 70 era la promo perfecta: un león saltarín y empático invitaba a la gente a visitar dicho establecimiento indicando que cada persona que entre en el local recibiría un chocolate gratis, ¡un chocolate totalmente gratis solo por entrar a la tienda!

Desde que escuché ese mensaje me convertí en la peor pesadilla de mi mamá rogándole insistentemente: “Mamita, por favor, llévame a Scala Gigante de Surquillo; llévame, por favor, que se le van a terminar los chocolates gratis al león”. Tras repetir esa frase unas 150 veces en una sola mañana, mi madre accedió a llevarme. Estacionó el carro, bajamos, la agarré de la mano y empecé a correr hacia la puerta. Y, efectivamente, allí estaba el león en la puerta aquel mediodía bajo la fina garúa limeña. El león no era como el de la tele, era claramente un hombre disfrazado de león; pero, efectivamente, sí estaba regalando chocolates en la entrada. Entramos mi mamá y yo, y el león nos dijo con una voz tenue que rebotaba dentro de su cabeza confeccionada con esponja: “Bienvenidos a Scala Gigante de Surquillo, aquí tienen sus chocolates gratis”. El hombre que habitaba ese disfraz no intentaba imitar la voz del león del anuncio de radio y televisión, simplemente se dignaba a repetir como un robot la misma frase: “Bienvenidos a Scala Gigante de Surquillo, aquí tienen sus chocolates gratis”.

Entramos a la tienda y mi mamá me dijo que aprovecharía la visita para ver una cafarenas. Me comí mi chocolate velozmente mientras mi mamá se entretenía mirando bufandas, pañuelos, carteras y no sé qué más. Entonces, di rienda suelta a mi palomilla interior y salí de la tienda sin que mi mamá se dé cuenta. Volví a entrar mezclado entre la gente y automáticamente recibí otro chocolate junto con el saludo del hombre león: “Bienvenidos a Scala Gigante de Surquillo, aquí tienen sus chocolates gratis”. Sentí que había descubierto una mina de oro; perdón, una mina de chocolate. Salí y entré varias veces. Cada vez que entraba a la tienda lo hacía pegándome a extraños para que el hombre león con cabeza de esponja no me descubra. Primero, entré cerca de una pareja de alemanes; luego, al lado de una anciana fingiendo ser su nieto; volví a entrar minutos después haciéndome pasar por un buen ciudadano que empujaba una silla de ruedas de un lisiado; entré una vez más de la mano de la hija menor de una numerosa familia. Cada vez que cruzaba esa puerta fingía ser otro para que no me descubra el león y seguir recibiendo otro chocolate gratis. El tiempo que tardaba en pasar de la puerta de entrada a la puerta de salida era el tiempo que me duraba el chocolate: me lo comía en cuatro bocados. ¡Había encontrado la fuente eterna de los chocolates gratis non stop!

Había tanta gente entrando y saliendo de aquella tienda que ya no era necesario fingir ser parte de otros núcleos familiares. Con total confianza entraba, estiraba la mano y el hombre león me daba la bienvenida y mi correspondiente chocolate: “Bienvenidos a Scala Gigante de Surquillo, aquí tienen sus chocolates gratis”.

Pero de pronto el dulce carrusel terminó con un final amargo. El hombre vestido de león ya me tenía chequeado y la siguiente vez que pasé por aquella deliciosa puerta de chocolates gratuitos me agarró fuertemente del brazo y, harto de verme entrar y salir una y otra vez, acercó su leonina cabeza de esponja y me dijo en un tono bastante achorado: “Oye, niño, tú estás bien gordito. ¡Deja ya de pasar por aquí!”.

Fue como si un león de verdad me arrancara el brazo; me sentí hundido. Era verdad, yo era un niño gordito, y ese león clavó sus garras donde más me dolió, en el orgullo... Volví arrastrándome donde mi mamá, que estaba pagando sus cafarenas. Salimos de la tienda, miré de lejos al hombre león entregando chocolates a todo el que entraba mientras yo me subía al carro de mi mamá. Ella me vio triste y sacó de su cartera el chocolate que el hombre león le había dado a ella en la puerta, y me lo dio.

Yo no acepté su chocolate y le dije: “No gracias, mamá. Creo que estoy muy gordito”.

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