(Renzo Salazar/GEC)
(Renzo Salazar/GEC)

A lo largo de la historia republicana, salvo algunas excepciones, el Congreso estuvo conformado por más de una cámara. Aquello cambió cuando se promulgó la Constitución de 1993, en la que se estipula que el Congreso es unicameral. Desde aquel año, el Congreso se ha convertido en un productor imparable de leyes de pésima calidad.

Por un lado, cuando el Congreso era bicameral, tomaba más tiempo aprobar leyes, debido a que, primero, tenían que ser debatidas y aprobadas en la Cámara de Diputados para, luego, debatirse y aprobarse en el Senado. Sin embargo, desde 1995, el Congreso no cuenta con un Senado, por lo que las leyes se aprueban con mayor rapidez y, muchas veces, sin debate, debido a que se ha convertido en una práctica común exonerar de debate en comisiones diversos proyectos de ley que requieren de un exhaustivo análisis.

Por otro lado, ante la ausencia de un Senado, el Ejecutivo ha fungido como una cámara alta que observa las leyes del Congreso y estas retornan al legislativo para su modificación o aprobación por insistencia. Sin embargo, cuando el Ejecutivo y el Legislativo son populistas, ninguno contrapesa al otro y ambos aprueban leyes nocivas.

Por ello, el Perú necesita tener un Senado; probablemente los senadores no tendrán ni la experiencia ni los conocimientos que tenían los parlamentarios de 1990, pero definitivamente las leyes pasarán por más filtros y, al durar más el debate, la población tendrá más tiempo para informase sobre lo que se está discutiendo en el Parlamento. Y aquello es vital, puesto que, de no reformar el sistema político, peligrará el modelo económico y el Estado de Derecho, dado que ningún país es viable si las leyes cambian de madrugada y el Congreso suspende contratos sin ningún reparo. Aquella reforma es el verdadero reto.

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