Quizá el término que mejor describe el año que termina es turbulencia. Dos expresidentes encarcelados, otro que se suicidó y uno con arresto domiciliario. Tenemos exalcaldes y exgobernadores en prisión, jueces y fiscales desenmascarados, políticos y funcionarios encausados, y partidos desmoronados. Un Congreso disuelto y una campaña en curso. Pasó tanto que lo que en otras condiciones hubiese monopolizado la agenda pública era rápidamente desplazado por otra noticia igual de gravitante. No recuerdo un año tan agitado ni tan incierto ni importante. Solo comparable con el 2000, que dejó los ‘vladivideos’, la caída de Fujimori y el ascenso de Paniagua.

Todo esto puede parecer una lástima para el país y su gente, para nuestra su historia y cultura, pero prefiero ver lo ocurrido como una oportunidad. Este año nos ha enfrentado con una realidad amarga: hemos vivido por años inmersos en el cinismo y la corrupción que habían alcanzado todos los niveles judiciales y políticos. Ha sido un año de un baldazo de agua fría tras otro. Ningún sector de la clase política se salva, lo que es una desgracia, pero también una forma efectiva de demostrarnos lo necesario que es trazar una nueva trayectoria para el país.

Sin dejar de estar siempre atentos a que esto no se vuelva una cacería de brujas con tintes de venganza, lo que estamos viviendo es una necesaria limpieza a fondo. La correlación de fuerzas ha cambiado. Se han abierto grietas por donde pueden ingresar nuevas figuras, ideas y narrativas, lo que puede ser peligroso, pero también una oportunidad que no podemos dejar pasar. Es ahí donde la elección de enero puede encontrar su trascendencia: que sirva para romper con la idea de que los políticos tienen privilegios grandiosos y que para conservar el poder todo vale. ¡Feliz año!