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Redacción PERÚ21

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Beto Ortiz,PandemonioHubo un tiempo en que me subía al primer peke-peke, me internaba en el corazón de la selva y no salía de allí hasta no encontrar los lavaderos de oro de los niños esclavos o los restos del fuselaje del 747 siniestrado.

Hubo un tiempo en que me bastaba una llamada en la mitad de la noche para que, con una mochila armada en quince minutos y en el término de la distancia, llegara en un taxi al Grupo 8 con la credencial colgada al cuello, me trepara con mi camarógrafo a un Antonov destartalado y partiera, ardiendo de miedo y adrenalina, rumbo a alguna zona de emergencia, algún rescate en la nieve, algún campamento terruco, alguna fosa común, alguna expedición suicida hacia el mismísimo culo del mundo. Hubo un tiempo en que me dejaba vendar los ojos y me metía en una maletera para ser llevado, como un paquete, hasta la guarida del asesino que toda la policía estaba buscando y lograr entrevistarlo en exclusiva. Hubo un tiempo en que, cuando esos asesinos salían de prisión, venían a buscarme a la casa de mis papás advirtiéndome que una granada de guerra reventaría mi fachada si no salía a recibirlos. Hubo un tiempo en que no dudaba un segundo en caminar, días y noches, por pantanos minados en la frontera sin más garantía de conservar mis piernas que la que me daba el pisar las huellas, en el barro, de mi guía. Hubo un tiempo en que viajaba 48 horas para pasar 12 en Kuala Lumpur, ubicar a un burrier peruano condenado a la horca y regresarme a Lima a editar mi nota, de amanecida.

Hubo un tiempo en que no dudaba un segundo en citarme en la mesa de algún café de mala muerte con el espía chuponeador que renunció al Ministerio del Interior, con el narcotraficante que nos dejaría grabar sus plantaciones clandestinas, con el sicario que ofrecía sus servicios en los avisos clasificados, con el conspirador que tenía en su poder el video con el que haría caer por fin a un gobierno corrupto. Hubo un tiempo en que, sin pestañear, sin dudar, sin inmutarnos, metíamos la cabeza en la boca del león a cambio de absolutamente nada que no fuera la propia experiencia de vivir tan épica aventura. Hubo un tiempo en que marchábamos directo hacia donde estallara el primer fuego sin tener nunca ninguna certeza, sin celular, sin tarjeta de crédito, sin seguros contra accidentes, sin GPS, sin vacunas, sin garantías, sin contratos. Hubo un tiempo en que nuestra propia vida no nos importaba. Hubo un tiempo en que hasta la propia vida era free-lance. Hubo un tiempo en que marchábamos felices directo hacia el lugar del que todos huían, directo al fuego sin más armas que la curiosidad o la rabia o la pasión, como solo marchan los guerrilleros o los bomberos voluntarios. Hubo un tiempo en el que casi fuimos héroes. Hubo un tiempo en el que no nos perdimos ninguna revolución.

Pero un día, la llamada que había estado esperando toda mi vida, entró de repente a mi celular. Era el éxito. El éxito que, por fin, llegaba para darle el gran vuelco a mi vida. Y vaya que me la cambió de arriba abajo. Oh, yes. Cambió el calor infernal del monte por la frescura del aire acondicionado de un set de televisión. Me cambió el chalequito caqui por corbatas Hermès. La barba de tres días por un set de maquillaje de la afamada marca Mac. Y los chancabuques Caterpillar por zapatos Salvatore Ferragamo. Me volví un poquito preppy –eso es verdad– me volví un poquito fashion. Fue el éxito el que me cambió la típica inestabilidad del periodista malpagado por la cómoda tibieza de dormir todas las noches en mi cama king, con mi edredón antialérgico y mi almohadón de memory-foam, con la cara cubierta por crema de noche Biotherm Homme, con mi férula para el bruxismo producto del stress, si es posible, con alguien diferente cada noche. Fue el éxito el que cambió todos esos recortes amarillentos de diario, (con historias pendientes), que había pegado con scotch en mi pared por cuadritos con mis fotos con Shakira, Celia Cruz y Vargas Llosa. Me cambió el peligro inminente del reporterismo por la acolchada vida de los famosos líderes de opinión. ¡La fama! ¡El liderazgo! ¡La opinión! Es el éxito el que me permite viajar a Europa todos los años. Y también al África, ¿por qué no? Decorar mi departamento con arte tribal o comprarme cuadros al óleo, dípticos, trípticos de gran formato. Es el éxito el que hace que ya no tenga que ir a hacerle la guardia a los políticos, que ahora sean ellos los que vienen a hacerme la guardia a mí. Que yo ya no tenga que ir donde esté la noticia porque ahora es la noticia la que tiene que venir adonde yo esté. El mismo éxito que me permite darme el lujo de pasar de entrevistar presidentes a entrevistar bataclanas por el mismo precio. Total, tampoco es que haya demasiada diferencia, ¿no? Total, people are people, business are business. Eso sí, les advierto: no intenten hacerme sentir mal porque no lo lograrán. ¿Saben qué? A mí nadie me ha regalado nada. ¿Han visto cómo los exitosos quedamos siempre como reyes repitiendo esa frase como un mantra? ¡A mí nadie me ha regalado nada!

Pero hay solamente una cosa que todavía no entiendo. Un detalle que aún me resulta extraño. Y es que parece que el premio por haber hecho bien lo que más me gusta hacer ha consistido, curiosamente, en dejar de hacerlo. Será que los años no han pasado en vano y quizás mis garras se hayan limado hasta hacerse romas y mis colmillos hayan perdido su otrora temible filo. No es para menos, hace bastante rato que soy un cuarentón y, como todos, me he aburguesado, me he hamburguesado –fíjense qué chistoso– y cabe también la posibilidad de que me haya ahuevado y hasta aplatanado. Está bien, tampoco quiero pecar de soberbia, les concedo eso. Admito que me he vuelto un poco comodón, un poco blandengue, un poco casero, un poco convencional, un poco rutinario, un poco predecible, un poco doméstico, un poco capado. No faltará quien diga que el éxito me ha llevado a traicionar mi vocación. ¿A ustedes les parece? Yo no me atrevería a afirmarlo con tanta ligereza pero en el supuesto de que eso fuera cierto –que no lo creo– yo, al menos, tengo una estupenda excusa. Al menos, puedo decir, en mi defensa, que soy un traidor feliz.

Pero, al menos, tengo un Rólex. Lo he logrado.