Eso es lo que se está viviendo en las prósperas poblaciones que rodean Valencia. La gente de la zona vive (o vivía) en buenas casas, tiene (o tenía) al menos un auto, y se desplaza (o se desplazaba) con la facilidad que brindan (o brindaban) unas excelentes carreteras y transporte público. Hasta ahora.
Pero no escribo estas líneas para describir la tragedia.
Creo que ni siquiera escribo para intentar responder a la pregunta que nos azota: ¿Qué falló para que en pleno siglo XXI se vean escenas que recuerdan la destrucción de la Segunda Guerra Mundial?
Falló todo. Falló la prevención. Fallaron las decisiones políticas que debieron darse mucho antes, cuando los técnicos, décadas atrás, advertían acerca de la orografía valenciana. Y ha fallado (sigue fallando) la organización del desastre. La política. No la ciudadana.
Resulta vergonzoso contemplar el espectáculo de los políticos, echándose la culpa unos a otros.
Falló incluso el rey, porque nunca debió de acudir “do” no se le esperaba.
La comitiva real llegó en lugar de grúas, excavadoras o letrinas. Se lo espetó una indignada mujer a la reina: “No tenías que haber venido”.
Todo falló, salvo la solidaridad de los voluntarios, especialmente jóvenes, armados de escobas y de palas que se han convertido en el consuelo de los desconsolados. Y la solidaridad entre los vecinos. Unos a otros se ayudan seguros de que entre todos se saldrá adelante.
Esta es la realidad. Y la lección de vida que recibimos ante la cicatería de Sánchez (“Si necesitan ayuda, que la pidan”); la ineficacia del presidente regional (que tardó en pedirla) y la pasividad del gobierno central que no decreta el estado de alarma por puro cálculo político.