‘Chibolín’ no existe. Es un nombre inventado con doble intención por un guionista argentino para burlarse de los amaneramientos de un joven chalaco que quería ser famoso a toda costa. Eso quería decir que nada estaba vedado en esa escalada. Todo valía.
‘Chibolín’, en ese sentido, se convirtió en una forma de trepar canjeando favores y negociando truculentamente las miserias de personas en capacidad de retribuir una prestación. Dame que te doy.
Resultó conveniente el camuflaje de un humorismo televisivo grotesco, pero aparentemente inofensivo. Bajo la mariconada coreográfica como entretenimiento familiar, discurría un modus operandi sin ascos a la sordidez.
Pero ‘Chibolín’ no sería nada sin algunos inadvertidos aliados instrumentales. Más que aliados, escalones humanos que pisaba en su camino ascendente.
Dentro de estos había protagonistas inadvertidos, como las señoras pobres que ya habían olvidado cuántos dientes han perdido, los niños con cáncer que se iluminaban paliativamente con un juguete y señorones en fase prostática que querían conocer a una vedette en persona. Ellos eran el insumo. El producto, según su propia boca, facturaba 12 millones de soles al año libres de polvo y paja, aunque no tanto.
‘Chibolín’, como sistema, no sería nada sin el rimbombante y falso copete platinado que lo corona. Ese penacho de pelo de muñeca se volvió en el símbolo tangible de un blanqueamiento escenográfico. Un glamour trucho perfectamente instagrameable.
‘Chibolín’, como mecanismo, no sería nada sin la escasez cognitiva y pobreza de criterio de políticos más angurrientos que avisados. Estos creían ver en un falsamente platinado entertainer al lubricante bombástico que los hiciera entrar en las simpatías de las masas. Ese monstruo de mil cabezas que ‘Chibolín’ sabía canalizar rendidoramente, haciéndose rico en el camino y evidenciando una vez más la escasez de criterio que la megalomanía incentiva.
‘Chibolín’, un esperpento sociológico y configuración farandulera del tráfico de influencias, era jactanciosamente presentado como asesor de candidatos presidenciales. Eso explica tanto.
En resumen, el concepto ‘Chibolín’ no existiría sin el miserabilismo televisado, la cutra sistematizada en sensualidad transaccional y la siempre incremental imbecilidad natural de los políticos, que ahora deben estar perdiendo el sueño tratando de recordar qué tantos secretos sabe él de ellos.
Sin embargo, aun desprovisto de todos esos componentes tóxicos que lo hicieron perversamente exitoso, el huésped del sobrenombre en cuestión conservaría intacta una rara virtud: ser el mejor exponente del controvertido arte del transformismo humorístico.
El oficio en cuestión logra el debatible prodigio de hacer de un varón bien comido, gracias a malla, pantis y maquillaje, una mujer imposible e impostada que, gracias a la combinación de sobaco y morbo, genera una curiosidad culposa.
A esa articulación llamada ‘Chibolin’ lo único impoluto que le está quedando es su blanqueamiento dental. Esos dientes reflejan oportunamente los potentes reflectores televisivos, deslumbrantes distractores de lo estratégicamente delirante.
Encauzado con regodeo en la senda del nuevo rico, que hace del canje patrimonio, su delirio se potenció exponencialmente al convertirse en animal televisivo. Se autoproclamó alucinado elegido de una raza intergaláctica. Al parecer, los alienígenas estaban intrigados por el misterio del mamarracho humano.
Pero, como el copete, los dientes y los cheques sin fondo, su sensibilidad social era tan falsa como su vinculación extraterrestre. Nada más pedrestemente humano que el método ‘Chibolín’ como modo de vida.
Ambicioso hasta la médula, desesperado por envolverse en marcas que lo salvaran del recuerdo acomplejado de una pobreza pasada, demostró no tener otra bandera que la de reptar a costa de la baja estofa ajena.
‘Chibolín’ no existe. Por eso, hasta quien era conocido por este comercio de influencias niega el nombre con insistencia y rechazo. Ahora le toca negarlo también a la lista de favorecidos por este sistema de transacciones de influencias, oculto bajo la falsa relevancia de la pantalla.
Salvado por la campana, que ha sido para él la muerte de Fujimori, el portador del nombre que no existe o está ya fuera del país o está haciendo una lista detallada, con nombre y apellido, de todos los favores inconfesables que hizo en su distinguida carrera de alcahuetería bajo los reflectores.
Podría estar en ciernes la colaboración eficaz más antihigiénica y pezuñenta de estos tiempos.
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