notitle
notitle

Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

Sandro Venturo Schultz,Sumas y restasCada vez que me encuentro con un policía, no me siento tranquilo. Cuando veo un patrullero por la calle, espero que me pidan papeles arbitrariamente. No hay que haber cometido una falta para ser intervenido: todos sentimos que están más interesados en coimear al ciudadano desprevenido que en cumplir con su papel.

Cuando veo a Pablo Secada desbordado, despotricando contra la policía de tránsito que lo filmaba, una parte de mí se conecta con ese fastidio que conocemos muy bien. Pero cuando se hace evidente que el regidor estaba en falta (no tenía sus papeles al día), toda su bronca se convierte en una pataleta injustificable y vergonzosa. Y algo más: descaradamente discriminatoria.

Secada ya perdió su condición de precandidato por su propios méritos, pero valga su desvarío para subrayar dos problemas que tallan nuestra cultura ciudadana.

Sobre la discriminación se ha escrito bastante y se seguirá debatiendo porque el nuestro es un país zigzag: toda progresión viene con su respectiva regresión. Mientras más familias salen de la pobreza y la discriminación, más pavor nos genera el pasado que no ha pasado. Aunque es necesario subrayar que contra la discriminación estamos avanzando, sino no se explicarían tantas denuncias exitosas en los últimos años (y tanta paranoia bien intencionada también).

Sobre el segundo problema se habla menos. ¿Cómo seguir edificando esta precaria democracia si la ley y el orden se nos presentan arbitrarios? ¿Cómo, cuando las fuerzas policiales parecen incapaces de gestionar la seguridad ciudadana?

Necesitamos una policía que se haga respetar y sea respetada. Necesitamos poder decirle a los niños que cuando tienen un problema callejero recurran sin temor a los policías que rondan el barrio. Necesitamos estar seguros de que cada vez que un uniformado nos pide un papel es porque nos está protegiendo. Necesitamos que el honor sea, por fin, la verdadera la divisa de nuestra policía.

Para que indicadores como éstos se cumplan, es necesario romper el círculo vicioso por el cual poco esperamos de ellos; y ellos, dada la precariedad en la que se desenvuelven, se sienten justificados a actuar con deplorable permisividad. Ya se ha dicho: no hay sobornado sin sobornador. Acaso la ira de Secada tenga que ver con la impotencia que sintió cuando fue descubierto en falta. Acaso nuestra férrea desconfianza tenga que ver con nuestra incapacidad de constituir ese orden que nos proteja a todos.