(Foto: EFE)
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Adonde quiera que miro, me encuentro con tolerancia 0. Redes sociales, declaraciones políticas, visiones y misiones empresariales y, lo más preocupante, colegios y universidades. Frente a la violencia, el acoso, la corrupción, el racismo, la lista es inacabable y a gusto de los cruzados de este mundo.

Nos hemos convertido en una población alérgica, cada quien con su patógeno favorito contra el que nos vacunamos —incluyendo las vacunas— y que queremos erradicar. Infunden un horror sagrado, buscamos desterrarlos. Entonces, se anuncia solemnemente que ya no tienen lugar en el mundo, la sociedad. Y cuando creemos detectarlos, ponemos en acción un sistema de alarmas que puede o no terminar en sanciones de todo tipo. Un escenario en el que, antes que luchar contra, se expone, se acusa.

Como quiera que los objetos de nuestra tolerancia 0 tienen que ver con las diferentes formas de convivencia, habría que recordar que esta no es el default evidente de las relaciones entre géneros, generaciones, pares, razas, naciones, sino fruto de un esfuerzo, de ajustes y desajustes; es un proceso lleno de obstáculos, sentimientos encontrados, impulsos atávicos y pesadas mochilas culturales.

Tolerancia 0 es intolerancia, renuncia al ensayo y error, derrota de la voluntad de canalizar y socializar, fracaso de la negociación y, paradójicamente, victoria de la impunidad. Sí, en medio de holocaustos y sacrificios propiciatorios, y de rituales ruidosos, se instaura una gran ineficiencia, en la que todos están obsesionados con los síntomas de la peste y condenados a perpetuar sus causas.