(Perú21)
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El vuelo a Buenos Aires, nueve horas desde Miami, se me hizo corto porque leí un libro estupendo de Renato Cisneros, “Algún día te mostraré el desierto”, y vi capítulos de “El patrón del mal”. Con buenos libros y buenas series, los vuelos largos se hacen menos tediosos.

El aeropuerto de Ezeiza era un caos aquella madrugada, las colas de centenares de personas parecían el cuerpo macilento de una serpiente infinita. Sufrí una taquicardia, casi caí desmayado. Alguien me vio pálido y tembloroso y me llevó a una ventanilla para diplomáticos y discapacitados. Me pareció apropiado: me considero el presidente constitucional del Perú en el exilio y el próximo embajador en Buenos Aires, o sea que, bien miradas las cosas, soy todo un diplomático, y ya va siendo hora de que la cancillería me expida un pasaporte que acredite dicha condición. Además, estoy tan gordo que paso por discapacitado, y soy tan tonto que es justo que se entienda mi idiotez incurable como una forma de minusvalía. Soy, pues, un diplomático lisiado, un embajador tarado, y me correspondía hacer la fila breve a la que fui llevado en andas.

Como sabe cualquier viajero perspicaz, llegar a Buenos Aires entraña dos esfuerzos no menores: el vuelo prolongado y luego, exhausto ya el viajero, el taxi al hotel. Si uno llega por la mañana un día laborable, puede tardar dos horas a paso de hombre del aeropuerto al hotel. Tuve la fortuna de llegar a las cinco de la mañana. No había tráfico espeso, ni siquiera en la 9 de Julio. Hacía 6 grados centígrados. Necesitaba sentir ese frío vivificante, escapando de los 40 grados de Miami. Llegaba a presentar mi novela “Pecho Frío”, a ver los resultados de las elecciones primarias y, sobre todo, a descansar de la canícula feroz de Miami. Echado en la cama de mi habitación en el Alvear de Recoleta, tratando de conciliar un sueño que me resultaba evasivo, me pregunté si no habría sido una temeridad viajar solo a Buenos Aires. En esos momentos, uno se cuestiona si viajar valió la pena. La respuesta se conocerá los días subsiguientes, según vengan preñados de contrariedades o felicidades, eso nunca se sabe, y menos en Buenos Aires.

El domingo fue un día aciago, malhadado, que reafirmó mi sospecha de que tal vez no debía haber viajado. Porque me habían invitado a un programa nocturno del canal América y me cancelaron sin miramientos, lo que me hizo sentir un bulto, un lastre, un señor pesado, indeseable, prescindible. Y luego se torció más el día cuando se anunció que el presidente había sufrido una paliza y el candidato de la oposición le había sacado una ventaja de quince puntos, casi cuatro millones de votos, una diferencia que, de cara a las elecciones de octubre, parecía imposible de remontar. Las elecciones de ese domingo, que eran una suerte de simulacro, uno de esos ensayos o entrenamientos en los que te dicen cómo debes reaccionar cuando hay un terremoto, habían provocado, en medio del simulacro, un terremoto real, un movimiento telúrico, un cimbronazo tan violento que había dejado al presidente y su gobierno en ruinas.

El lunes me preparé juiciosamente toda la tarde para el programa de Fantino a medianoche, “Animales sueltos”. Sin embargo, para mi estupor, nuevamente me cancelaron, me expectoraron como a un gargajo, me expulsaron como un salivazo que se eyecta a la acera, me dijeron que era mejor que no fuese al programa. El país está incendiándose, me dijeron. Aquella tarde me había comprado unos zapatos y una corbata para estrenar en el programa y, de nuevo, me dejaron como a novia malquerida, despechada.

Ni modo, me dije, lo que ocurre, conviene. Así que caminé a Patio Bullrich y entré al cine a ver la última de Almodóvar, “Dolor y gloria”. La película me conmovió. Las escenas entre el cineasta y su madre, que le hace reproches penúltimos por haberla retratado a ella y sus amigas en sus películas, me reunieron con mi madre en el territorio íntimo y afiebrado de la memoria, de las culpas, de las tristezas sin remedio, y me hicieron llorar, porque mi madre me ha dicho lo que le dice al cineasta su madre religiosa, antes de decirle cómo debe vestirla cuando la entierren: que he sido un mal hijo, un hijo egoísta, ensimismado, desalmado para usarla en sus expresiones artísticas. La madre religiosa tiene razón y el hijo artista tiene razón, ambos tienen razón, y se aman por encima de los reproches y malentendidos. Éramos seis u ocho viejitos aquella noche en el cine y todos salimos cojeando, sollozando, moqueando.

El martes cambié dólares a 58 pesos y me sentí Warren Buffett o George Soros, un genio visionario de las finanzas, porque había llegado a la Argentina con un dólar a 46 pesos, o sea que gané casi 30 por ciento en cuestión de días. Era el momento más propicio para cambiar dólares en la Argentina, la suerte me favoreció. También me acompañaron los duendes del azar en las entrevistas que concedí a Mariana Arias de “La Nación” y Paula Conde de “Clarín”, que disfruté muchísimo, porque ambas habían leído la novela y se habían reído con los nombres de ciertos personajes, como Culo Fino, Chucha Seca, Paja Rica y el argentino Bobo Rojo, que está escribiendo un libro que nunca termina, además de Mea Finito, Leche Aguada de Coco, Puro Ron y Poto Roto.

El miércoles grabé una hora de conversación con Luis Novaresio en el canal América, hacía tiempo que no me hacían una entrevista tan buena, qué agudo y penetrante es Luis. Luego el chofer venezolano me llevó a un programa del canal TN, “A dos voces”, donde me tuvieron hora y media esperando y me dieron quince minutos lánguidos al final: se me hizo larga la espera y corta la charla, pero me di el gusto de criticar a la oposición peronista y sugerir una mirada compasiva al presidente, ahora tan denostado, a quien le estalló una bomba que dejó activada su antecesora, de pronto convertida en heroína, salvadora de la patria, justiciera, luz virtuosa y redentora de los desposeídos: no me cuenten entre sus adulones en esta hora en la que ella brilla y el presidente se hunde en la penumbra, en las tinieblas espesas del rencor y la ingratitud.

Acaso lo mejor de mi agenda fue pasar por el programa “Pensándolo bien” de radio Mitre, que conduce un escritor de inmenso talento, Jorge Fernández Díaz. Luego Jorge y yo fuimos a cenar y aquella conversación entre dos viejos periodistas devenidos escritores fue una charla magistral que Jorge me regaló con desmesurada generosidad: hablamos de sus amigos Marías y Pérez-Reverte, de Muñoz Molina y Elvira Lindo, de Manuel Vicent y Juan Cruz, de Tomás Eloy Martínez y Piglia, de Fresán y Andahazi, de Pauls y Caparrós, de Birmajer y Mairal, de Aira y Soriano, y Jorge, un fascinante contador de historias, un gran relator oral, me permitió conocer algunos secretos de esos escritores que habíamos leído.

El último día en Buenos Aires recibí a mis lectores y espectadores en un salón del Alvear. Había comprado cien ejemplares de “Pecho Frío” para obsequiarlos entre ellos. Pero, ¿no sería un cálculo demasiado optimista? ¿Vendrían al menos cien personas? No lo sabía. Pues llegaron centenares de lectores, y la cola era tan larga que salía del hotel y llegaba hasta la avenida Callao, y estuve cuatro horas firmando libros, y por un momento sentí que el ganador de las elecciones del domingo no era el señor peronista de los bigotes copiosos, sino yo, el peruano del flequillo, el peruano parlanchín, el peruano que sueña con volver a Buenos Aires, una ciudad que ama en las buenas y en las malas.

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